Christine Brown trabaja en un banco. Aspira a un ascenso, pero su jefe le manifiesta sus dudas porque la cree demasiado ingenua. Tiene que aprender a ser más dura, más exigente ante las peticiones de las personas que acuden al banco. Un día se le presenta su primer desafío. Una vieja gitana le suplica que aplace la orden de embargo que pesa sobre su casa. Se lo pide de rodillas, pero ella mantiene el pulso firme y se lo deniega. Horas después, la vieja gitana la sorprende en un aparcamiento y, tras una encarnizada lucha, realiza una especie de conjuro, una maldición en toda regla. Le arranca a Christine un botón de su abrigo y se lo devuelve. Ese objeto será el vinculo con el infortunio que tomará la forma de un Lamia, una especie de demonio, que le atormentará durante tres días antes de arrastrarla al infierno. La joven, angustiada por el futuro que le aguarda, acudirá a un experto en esoterismo y magia negra. Juntos emprenderán una carrera desesperada por desarticular la maldición.
Con "Arrástrame al infierno" San Raimi recuperó el pulso perdido con "Spiderman 3" y volvió, en cierta medida, al estilo que cultivó antaño. Esto es, un regreso al cine de terror divertido y excesivo. Puro entretenimiento sin más pretensiones. Pero hoy no hablo de esta película por motivos estrictamente cinéfilos, sino por un incidente curioso. Esta mañana comentaba en el desayuno a mi mujer que el día anterior había visto "Arrástrame al infierno" y, como ella se niega a ver películas de terror, le conté el argumento. Horas después acudí al centro y dejé el coche en un aparcamiento público. Cuando volví a recogerlo había en la entrada una joven rumana que pedía limosna, de forma lastimera, a todo el que pasaba a su lado. Cuando se dirigió a mí, pasé de largo sin más y escuché como me increpaba: "¡Qué feo eres, yo te maldigo!". Aunque yo no creo demasiado en estas cosas, si que me pareció inquietante la casualidad de que me pasara el mismo día que había comentado el referente cinematográfico. Cuando arranque el coche, una cierta inquietud me invadió por unos instantes, aunque después terminé por reírme, mientras pensaba las curiosidades que nos depara el azar.
Ahora que preparo esta entrada, estoy pensando en los innumerables embargos que tienen lugar todos los días en este país. La crisis ha terminado por pasar factura a aquellos que un día creyeron que se podían embarcar en comprar una vivienda porque, entre otras cosas, la burbuja inmobiliaria invocó su propio hechizo en forma de hipotecas tentadoras y profundamente tramposas. No puedo evitar relacionarlo con el embargo que amenaza con arrebatar su vivienda a la vieja gitana. Y esto me lleva a pensar que si las maldiciones realmente funcionaran, los empleados de banca exigirían, por convenio colectivo, incorporar en su lugar de trabajo un exorcista, un hombre santo o un experto en magia negra.
De todas formas, no es la primera maldición que sufro en mis propias carnes. Hace algunos años paseaba por la Alhambra, acompañado de un par de amigos que querían conocerla, y una gitana que pretendía venderme una rama de romero, ante mi rechazo, me espetó con las siguientes palabras: "¡Eres un malaje, no te vas a casar nunca!. Aquello no funcionó evidentemente. Reflexiones extrañas de una noche de verano sin dudan alguna, pero si dejo de publicar de repente y nada se sabe de mí, recuerden que quizás me esté tomando un ponche con hielo en el infierno.