Me he pasado dos o tres días de cierta inactividad bloguera, debido a un horroroso y apocalíptico dolor de muelas que han hecho sacudir los cimientos de mi maltrecha condición física. No es la primera vez, pero desde luego ha sido de lo más intenso, alcanzado un 200 en la escala Ritcher, si es que tal medida fuera aplicable a este tipo de dolencias. Naturalmente no he ido al médico, y es que soy lo suficientemente cretino para no acudir jamás a un consultorio a no ser que mi vida corra peligro de muerte segura.
Eliminada la intervención de un profesional, la primera salida más racional y coherente es la automedicación, que desde aquí desaconsejo. Acuciado por el sufrimiento, asalté de inmediato el botiquín de mi humilde morada para ingerir cuantos productos mitigaran el dolor. Toda clase de sustancias con paracetamol o ibuprofeno, fueran para adultos o para mis hijas pequeñas, fueron consumidas con avidez con la esperanza de amortiguar las punzadas que una muela descastada me propinaba con brutal saña. Naturalmente fueron intentos vanos y efímeros que no alcanzaron ni de lejos su objetivo primordial.
El siguiente paso era acudir a una farmacia en donde pudieron facilitarme el elixir milagroso que pudiera solventar mi problema. Acudí a primera hora de la mañana, con un pasamontañas en la cara para evitar que el frío agravara aún más las punzadas de esa muela despreciable, los ojos vidriosos de una noche en vela y la tez marmórea de quien sufre un duro castigo, por lo que la farmacéutica debió sentir, por un momento, su seguridad amenazada ante semejante visión. Con una voz suplicante y disuelta en un mar de tortura le dije:
-Por favor, algo bueno, pero bueno de verdad, para quitar el dolor de muelas.
-Así que quiere algo fuerte, me replicó la amable señora
-Si, algo que me corte la cabeza a la altura de la cintura, le contesté con el mejor humor posible.
Armado de un calmante y un antibiótico invoqué a los espíritus de la clemencia, aunque los remedios efectivos se toman su tiempo para curar. Así que mientras estos hacían su lento trabajo opté por consultar las soluciones caseras que suelen aparecer por internet. Masticar cebolla, hacer un emplaste con ajo y clavos (los de usar martillo no, me refiero a la especia), ponerse un trozo de hielo en los dedos y otros remedios milagrosos tan inútiles como poco efectivos. Recurrí al método tradicional de echarse a la boca un buche de alcohol, pues dicen que los tejidos lo absorben y funciona como anestesiante. Descarté el ponche por ser bebida merecedora de mejores causas, y me trinqué una botella de brandy Milenario que utiliza mi mujer para las comidas. Después de un buen rato en la boca, la mucosa parecía desintegrase y entre aquel fuego, que me mandaría directamente al infierno de la estulticia, escupí aquel brebaje corrosivo. Tenía toda la boca absolutamente dormida, toda menos esa maldita bastarda (perdón por el lenguaje) que seguía palpitando con especial insidia, quedando demostrado que debería pertenecer a la sociedad de alcohólicos anónimos o al Ejército de Salvación.
La noche se hizo eterna y pensé en la película "Náufrago" y como Tom Hanks se arrancó una muela utilizando una cuchilla de unos patines de hielo golpeada con una piedra. Lamentablemente no encontré las malditos patines. Hubiera deseado que me secuestrara el Laurence Olivier de "Marathon man" o el sádico dentista de "La pequeña tienda de los horrores" interpretado por Steve Martin.
Al día siguiente anduve mucho. Dicen que con el ejercicio se liberan endorfinas que funcionan como analgésicos naturales. Lo que ocurre es que ayer hizo un día de perros como para salir a la calle a vagabundear sin rumbo. De tal manera que me puse a caminar por el pasillo de mi casa, que, por otra parte, debe ser uno de los lugares más fríos del país. De hecho, me pareció ver a unos esquimales co
nstruyendo un igloo. Ese momento fue en el que el dolor experimentó su punto más álgido y, en esas, pensaba que era absurdo que los dientes se conectaran a los nervios, que pudiera ser un sistema tan fastidioso. Podíamos ser como las moscas y tener una especie de trompa con la que absorber los alimentos. De paso también podríamos tener alas y solucionar los atascos de tráfico. ¿Por qué razón la evolución no permite tener al mismo tiempo una gran inteligencia y un cuerpo adaptado al vuelo o a trepar por las paredes?. Naturalmente todo esto me estaba conduciendo inevitablemente a la locura. Pero igual que el umbral del dolor se situó en su máximo exponente, también comenzó a bajar, muy despacio pero sin marcha atrás. Los antibióticos comenzaban a ganar la batalla. Muchos de ustedes se preguntarán por qué simplemente no acudí al dentista. Bueno, no es porque piense que las camillas parezcan potros de tortura y el instrumental algo más propio de un sádico que de un titulado en medicina, no es tampoco porque sea de la opinión de que semejante profesión sea una actividad residual del Santo Oficio, es porque simplemente soy un poco tontuno con pánico y cargado de fobias estúpidas. No hagan caso de todo esto y siempre acudan a un profesional. Yo no puedo, porque de lo contrario, ¿cómo demonios les contaría esta historia tan absurda?. ¡Salud compañeros!.