Noviembre es el mes de la melancolía, entre lluvia y frío nos llega el tiempo de recordar a los que ya no están entre nosotros. Entre el ocre de las hojas muertas, el sabor de las castañas asadas y las tardes de café, nos vamos deslizando hacía el invierno, que resulta confortablemente cálido en el interior y agradablemente gélido, en paseos que cortan nuestra silueta entre el vaho de nuestras almas, síntoma inequívoco de que aún respiramos el impulso vital que nos sostiene. Supongo que será por esa sensación de adormecimiento, de la ocultación de la vida, de la hibernación de los espíritus elementales, por lo que es tiempo propicio de acordarnos de quienes reposan entre el frío mármol y la altivez del ciprés. Recuerdo, cuando era un niño, como mi abuela encendía en las noches de difuntos una especie de velas o lamparillas, que situaba en un cuenco con agua y aceite. Se decía que eran para los espíritus de los que se hayan en el purgatorio y aliviar su estancia en tan triste lugar. Aquellas luces de titilar suave producían sombras extrañas entre las tinieblas de la noche que me inquietaban sobremanera. Me torturaba la idea de que alguna de aquellas almas atrapadas en ese terrible purgatorio, realizara una visita inesperada ante aquel altar improvisado de tenues luces y sombras. No obstante, todo ese pánico injustificado era compensado por unos deliciosos roscos de azúcar que solía hacer mi abuela y de los que daba buena cuenta.
Después, realizábamos la visita de rigor al cementerio. Armados de flores, tijeras para cortar sus ramas, lo necesario para limpiar el nicho y alguna plegaria, nos encaminábamos por las concurridas calles del campo santo, verdadera ciudad de los muertos, con calles señalizadas y edificios sin vida, testimonio de soledades y abandonos. Tumbas olvidadas, entre el polvo y los matorrales de la indiferencia se alternaban con otras saturadas de flores y adornos, último vestigio de resistencia ante lo inevitable. No hay nada más lejano a la vida eterna que un cementerio, aunque hay que reconocer el encanto melancólico de la futilidad de la vida.
Ahora, como si fuera el mismísimo Miquel Zueras, les dejo la receta de los roscos de azúcar, un paseo por la fama y la gloria de tumbas famosas y, emulando a Marcos Callau, un poema de Neruda, "Solo la muerte".
Después, realizábamos la visita de rigor al cementerio. Armados de flores, tijeras para cortar sus ramas, lo necesario para limpiar el nicho y alguna plegaria, nos encaminábamos por las concurridas calles del campo santo, verdadera ciudad de los muertos, con calles señalizadas y edificios sin vida, testimonio de soledades y abandonos. Tumbas olvidadas, entre el polvo y los matorrales de la indiferencia se alternaban con otras saturadas de flores y adornos, último vestigio de resistencia ante lo inevitable. No hay nada más lejano a la vida eterna que un cementerio, aunque hay que reconocer el encanto melancólico de la futilidad de la vida.
Ahora, como si fuera el mismísimo Miquel Zueras, les dejo la receta de los roscos de azúcar, un paseo por la fama y la gloria de tumbas famosas y, emulando a Marcos Callau, un poema de Neruda, "Solo la muerte".
Se echan cuatro huevos en un recipiente grande. Por cada huevo se añaden 4 cucharadas de leche, 4 cucharadas de azúcar, 4 cucharadas de aceite caliente, una ralladura de un limón, 2 sobres de soda del Tigre (el Tirador Solitario es un contumaz consumidor de esta soda y, durante un tiempo, nos agasajaba generosamente con unos vasos de semejante brebaje) y un sobre de levadura Royal. Después se añade la harina que admita. Esto quiere decir, la suficiente para que la masa resultante sea compacta y uniforme. Mi mujer le dio la receta a una amiga suya por teléfono y entendió "harina la Carmita" en vez de "harina la que admita". La pobre mujer se recorrió todos los comercios del ramo y en ninguna parte encontró la marca "Carmita". A continuación se mojan las manos en aceite y se van haciendo los roscos con la masa, se echan a freír en abundante aceite caliente y cuando estén doratidos se mojan en azúcar. Esta cantidad de ingredientes es para una generosa producción de roscos.
Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel del alma.
Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido de perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.
Yo veo, solo, a veces,
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.
A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.
Sin embargo sus pasos suenan
y su vestido suena, callado como un árbol.
Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,
pero creo que su canto tiene color de violetas húmedas,
de violetas acostumbradas a la tierra,
porque la cara de la muerte es verde,
y la mirada de la muerte es verde,
con la aguda humedad de una hoja de violeta
y su grave color de invierno exasperado.
Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos;
la muerte está en la escoba,
en la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.
lame el suelo buscando difuntos;
la muerte está en la escoba,
en la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.
La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.