martes, 25 de marzo de 2014

LA HONESTIDAD EN TIEMPOS DIFÍCILES

 " El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo "

El tiempo es una medida que se toma su tiempo y, aunque sea una redundancia evidente, no deja de tener cierta validez poética. Como el vino, hay algunos aspectos de la vida que necesitan reposar con la serenidad de la perspectiva. Requieren el transcurrir de los acontecimientos para tomar distancia, para valorar y sopesar las consecuencias de los mismos. Puede ser un proceso lento, desesperante como las medidas geológicas, pero tarde o temprano todo adquiere el oportuno significado. A Suárez le tocó en suerte una época tan fascinante como complicada, convulsa hasta los cimientos, en la que fueron muchos los actores de aquella representación que no supieron o no quisieron poner las cosas demasiado fáciles. Desatar un régimen tan bien atado como el franquismo no fue una tarea sencilla y, desde luego, requería unas dotes de negociador innato ciertamente elevadas. El Rey Juan Carlos eligió a un hombre joven y le encomendó tan compleja labor. Los tiempos lo requerían así, había que andar con pies de plomo, con extrema prudencia pero al mismo tiempo con cierta osadía. Por eso no es de extrañar que fuera un hombre del mismo régimen el que se encargara de sepultarlo, no podría ser de otra manera si hablamos de la realidad más pura. Si queremos especular sobre improbables, seguro que surgirían muchos otros nombres, pero pocos hubieran llevado la nave a buen puerto. Los poderes fácticos de más arraigada tradición no iban a permitir que el camino fuera transitable. Y no sólo ellos, otras presiones violentas, de nueva estirpe y distintos signos ideológicos, eligieron ese preciso momento para sus ataques más virulentos, dispuestos a acelerar sus aspiraciones sin la calma ni la prudencia que los tiempos requerían.

Algunos piensan que la transición fue una ley de punto final encubierta, que se permitió que algunos personajes de aquella dictadura no pagaran por sus fechorías, que se debía de haber establecido un proceso judicial. Puede que tengan razón, pero no debemos pecar de candidez. Se hizo lo que se pudo hacer, y, dentro de sus limitaciones fue un proceso ejemplar. Pensar en otra cosa distinta en aquellos tiempos es un acto de ingenuidad. Para los que no lo crean así que repasen, por ejemplo, las palabras pronunciadas por el dictador Augusto Pinochet una vez que hubo abandonado el poder:  "Yo no acostumbro a amenazar. Sólo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el estado de derecho". Si alguien piensa que, a finales de los 70, se podían haber llevado a los tribunales a militares y policías del antiguo régimen sin consecuencias para la incipiente democracia recién estrenada, es un optimista recalcitrante de primer orden, por no decir otra cosa. Es cierto que sin él la democracia hubiera llegado a nuestro país tarde o temprano. Europa no se podía permitir durante mucho más tiempo un anacronismo como el sistema político español, pero el mérito indiscutible de los artífices de ese cambio fue el ejecutarlo en un momento extremadamente delicado. Adolfo Suárez fue un hombre hábil y valiente, quizás no fue demasiada acertada su visión de gobernante, pero no le podemos negar la mayor, y hoy, con la perspectiva del tiempo, es fácil reconocer sus innumerables méritos. También fue un hombre muy solo en muchas facetas de su vida política, con un partido un tanto artificial que terminaría por romperse en pedazos.

En mi casa, como en otras muchas supongo, apenas se hablaba de política, y cuando se hacía se hacía en voz baja. Mi abuela y mis padres, que habían vivido la Guerra Civil, conservaban un miedo residual, casi imborrable, de quienes habían sentido los bombardeos de aquella contienda, de cuando había que tragar saliva cuando se tropezaban con un fusilado en la cuneta de una carretera cualquiera, de los que temían una llamada a la puerta a medianoche. La transición fue el inicio del punto y final de ese miedo, con el paréntesis del 23F que resucitó muchos fantasmas del pasado. El resultado fue un movimiento imparable del que surgiría un periodo de estabilidad política encomiable. Adolfo Suárez fue ese puente, un eslabón necesario entre dos mundos opuestos, el agente determinante en la demolición del viejo régimen y la nueva democracia. Son muchas las historias que escucharemos tras su muerte, quizás la tragedia más inconmensurable sea la pérdida de su memoria, memoria plagada de momentos únicos en nuestra más reciente historia. Es un legado terrible para un hombre de su importancia, que, tras tanto vivido, su recuerdo no fuera nada más que el olvido de quien fue. Con sus defectos y virtudes, por encima de todo, fue un político honesto y honrando en tiempos difíciles, y eso es mucho, lo suficiente para convertirse en una figura indispensable en los libros de historia.

"Yo no acostumbro a amenazar. Sólo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el estado de derecho".

Ver más en: http://www.20minutos.es/noticia/180543/0/pinochet/frases/polemicas/#xtor=AD-15&xts=467263
"Yo no acostumbro a amenazar. Sólo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el estado de derecho".

Ver más en: http://www.20minutos.es/noticia/180543/0/pinochet/frases/polemicas/#xtor=AD-15&xts=467263
"Yo no acostumbro a amenazar. Sólo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el estado de derecho".

Ver más en: http://www.20minutos.es/noticia/180543/0/pinochet/frases/polemicas/#xtor=AD-15&xts=467263

martes, 18 de marzo de 2014

CINE POST-APOCALÍPTICO

Para algunos, las películas que describen un futuro terrible representan un atractivo ciertamente irrenunciable. Emocionarse y disfrutar con las andanzas de unos protagonistas a la deriva, cuyo único objetivo es la supervivencia parece ser la piedra angular que sostiene a los aficionados al género. Quizás sea porque representa una ruptura ante lo cotidiano, un punto y final de lo convencional, de las reglas de la civilización, de una vuelta atrás a los orígenes, de cuando éramos tan sólo animales asustados ante los sonidos de la noche. Al fin y al cabo a quién no le gustaría liberarse del corsé de los compromisos sociales de nuestras reiterativas vidas, de las hipotecas, de la disciplina laboral de jefes tiranos, de los atascos de tráfico y de las facturas. Cambiarlo todo por una buena pelea contra zombis, extraterrestres, o motoristas bandidos, sería un canje más que goloso para alimentar nuestra adormecida adrenalina. Alejarse de las normas generales, vivir cada día como si fuera el último también tiene sus riesgos, y es más que probable que todo eso no sea más que la fantasía de domadores de sofás con ínfulas de aventureros. 

Y es que el mundo de las distopías suele ser muy duro y nada aconsejable. Puede ser tan terrible y directo como aquel telefilm ochentero titulado "El día después", que describe de forma muy veraz las consecuencias de un holocausto nuclear, con aquella mítica escena final en la que su protagonista, un estupendo Jason Robards, se abraza entre lágrimas con un desconocido sobre los escombros de lo que un día fue su hogar. Un hondo pesimismo ha impregnado el cine que trataba sobre los peligros de la guerra fría. Sucedía en el film de Stanley Kramer, "La hora final", en donde sus personajes se preparaban para lo peor, esperando la temida brisa radiactiva que acabara para siempre con sus esperanzas. En la película se desarrolla una efímera ilusión de sobrevivir, pero nada parece alimentarla de forma satisfactoria. Igual sucede con la magnífica cinta de animación "Cuando el viento sopla", en donde dos simpáticos ancianos (doblados con gran acierto por Fernando Rey e Irene Gutiérrez Caba) afrontan el holocausto con una ingenuidad que desarmaría a los corazones más duros.
Contagiadas de tal desesperanza parecen sin duda dos films muy recientes. En "La carretera" subyace una atmósfera enrarecida en un mundo casi sin vida, sin luz, gris y desolador. Un padre, interpretado por Viggo Mortensen, intenta por todos los medios sobrevivir y proteger a su hijo de una hostilidad ciertamente opresiva. Ayuda y de qué manera la fotografía de Javier Aguirresarobe, mortecina y casi monocromática. Tanto favoreció a la ambientación de la película, que fue imitada un año después por "El libro de Eli", algo menos pesimista, pero con la misma sensación de describir un mundo perdido y abocado al fracaso. En ambos films no queda muy claro cuáles fueron las causas del desastre que les llevó a tal situación, tratando por todos los medios de edulcorar sus respectivos finales con algo de esperanza. En la primera se procura una salida individualizada del protagonista superviviente, en forma de un encuentro poco probable. En la segunda, un libro puede salvar las cenizas que quedan de humanidad, aunque eso parezca una pretensión demasiado ambiciosa y fuera de la realidad. Una vida dura sin concesiones, casi insoportable, en donde la supervivencia parece tan crucial que ahoga cualquier vía que irradie optimismo. La serie televisiva "The Walking Dead" refleja a la perfección esa desolación tan poco dada a cualquier atisbo de aliento positivo.
En el escabroso asunto de encarar la nueva vida que surge tras un holocausto, hay dos formas de afrontarlo: en grupo o en solitario. El recurso del individuo solitario es un clásico ya en la literatura fantástica y en el cine, le imprime a su protagonista cierto halo legendario. Y así debió intuirlo el escritor Richard Matheson cuando escribió en 1954 la novela "Soy leyenda", que ha sufrido varias adaptaciones a la gran pantalla con mayor o menor fortuna, según el criterio de cada uno. No obstante, el denominador común de todas es la soledad del personaje principal, dueño absoluto de una ciudad fantasmagórica por donde campa por sus anchas, aunque mantiene una lucha constante por la supervivencia frente a un enemigo que acecha entre las sombras. La angustia del hombre solo, su particular juego con la locura, la necesidad de hablar con alguien, aunque sea con la figura inanimada de un maniquí, se hace patente en un intento por no sucumbir en la más absoluta desesperación. Pero héroes solitarios han existido muchos, algunos intentan sobrevivir y otros tienen una misión que cumplir. De carácter huraño, aunque honestos, tienen dominado el arte de seguir con vida pese al mundo hostil que les rodea. Max (Mel Gibson), la figura hierática de las carreteras apocalípticas, símbolo emblemático de la crisis energética de los 70. Snake Pliskeen (Kurt Russell) enviado a la fuerza a rescatar al Presidente de los EEUU en un New York caótico y ruinoso en un supuesto 1997, prueba evidente de que muchos pronósticos sobre nuestro futuro nunca son demasiado halagüeños. Curiosamente este último personaje tendría una versión femenina no reconocida en la película "Doomsday, el día del juicio", interpretado por la muy atractiva Rhona Mitra, encarnando el papel de Eden Sinclair, con la misión de viajar al otro lado de un muro que separa la civilización de las hordas zombis y de otros peligros, en forma de bandas bárbaras o de un grupo de supervivientes que ha regresado a la edad media. Por compartir, nuestra protagonista, también posee un ojo averiado como el viejo amigo Pliskeen.
Después de un desastre global como el que hablamos es difícil reconstruir cierto grado de civilización. En general las películas muestran un mundo devastado en las que cada uno se las apaña como puede para sobrevivir. El poder tradicional se establece utilizando los cimientos de la barbarie y el desconcierto. Puede que el nuevo orden esté en manos de un señor feudal, de una tribu de punkis, como sucedía en "Doomsday", o de una casta privilegiada según la visión de la película "Zardoz". En la temática zombi, los reyes del mundo suelen ser los no muertos, símbolo inequívoco de la decadencia absoluta de la humanidad, de la alienación más evidente. Si pasa el tiempo suficiente, puede incluso que el hombre ya no tenga su lugar en la cúspide dominante y haya sido sustituido por otra especie, tal  y como nos muestra de forma magistral "El planeta de los simios", e incluso peor, siendo simplemente el alimento de otros, y no me refiero a la película "Cuando el destino nos alcance", sino a "El tiempo en sus manos", en donde la humanidad se ha dividido en dos, los pacíficos e ignorantes Elois que son un trasunto de ganado humano del que se alimentan los Morlocks, una degeneración horripilante que ya ni recuerda al hombre que fue. Probablemente sea una de las representaciones más pesimistas del futuro de nuestra especie, pues no es solamente el fracaso del destino al que aspirábamos como raza dominante, sino la constancia del olvido del conocimiento almacenado durante siglos, reducido a polvo, tal y como puede comprobarlo el protagonista del film dirigido por George Pal. En "El sonido del trueno", una alteración accidental en el pasado puede producir una paradoja en el tiempo, que tendrá consecuencias en el futuro en forma de oleadas de transformación de la realidad. Nuestro mundo se va alterando hasta constituirse en lo que hubiera sido tras esa anomalía, formando nuevos paisajes y especies animales, algunas de una agresividad desatada. Buena idea para una película pobremente ejecutada con un Peter Hyams en horas bajas.
El enemigo al que se enfrenta el superviviente de este caos suele ser diverso en cuanto a sus orígenes y causas. Puede ser una plaga en forma de virus, una invasión extraterrestre, las máquinas y, en el caso más improbable y delirante, el resurgir de los legendarios dragones. En las películas de zombis se opta algunas veces por encontrar una explicación del origen de los mismos, tal y como sucedía en "28 días después" con el virus de la rabia o en "Soy leyenda", con el llamado Kripin, un agente vírico mutado para combatir el cáncer. Es significativa la imagen de esta película, cuando la doctora interpretada por Emma Thompson afirma que, el remedio resulta tremendamente eficaz, algo que puede terminar con una de las lacras de la humanidad, pero, sin embargo, su expresión facial indica que hay gato encerrado. Ingeniosa era la teoría esbozada en "No profanar el sueño de los muertos" de Jorge Grau. Aquí es una extraña máquina anti plagas que hace que hormigas y otros insectos se transformen en caníbales, eliminándose a sí mismos. No se podían imaginar que también afectaría al precario cerebro de los muertos. 
El factor humano también puede ser determinante en cuanto a la provocación del desastre, en forma de cambio climático, tal y como lo demuestra el especialista en el género Roland Emmerich en "El día de mañana" y sus poderosas imágenes de destrucción que no pueden pasar desapercibidas. Pero, sin hay un icono del fin de la humanidad tal y como la conocemos, deberíamos quedarnos con esos primeros fotogramas de "Terminator" en los que una máquina pisotea un montón de cráneos. Los hombres han quedado reducidos a una simple cuestión de eliminación, sin más conmiseración. Ese futuro terrible, en el que unos superviviente se calientan con la llama de un fuego en un viejo televisor, mientras unos niños cazan una rata para alimentarse, es absolutamente amargo. Claro que, si lo que queremos ver es un apocalipsis como Dios manda, con sus arrebatamientos, demonios y fuegos infernales, deberíamos dar una oportunidad a una película sorprendente y simpática como "Juerga hasta el fin" (mucho mejor el título original "This is the end").
El futuro es impredecible y por eso quizás sea tan proclive a la imaginación. Siempre pensamos que cualquier cosa puede suceder, imaginado su final de muchas maneras posibles, enfermedades, radiaciones solares, invasiones alienigenas, zombis, apocalipsis religiosas, impactos de meteoritos, cambios climáticos, desplazamientos de la corteza, dragones, desastres nucleares, inundaciones, incluso síndromes extraños que conducen a la locura, pero al menos podremos deshacernos de muchas obligaciones y disfrutar arrojando el despertador a la basura. O alguna vez han escuchado a alguien decir: "Cariño, despiértame a las ocho que mañana tengo mucha faena matando zombis".





martes, 11 de marzo de 2014

VOCES DE LEYENDA


Como ya he dicho en alguna que otra ocasión no soy muy de colgar vídeos en el blog, sobre todo, porque por arte de birlibirloque terminan siendo desactivados por la propiedad intelectual y demás prebostes maniáticos, que piensa que se vulnera sus derechos por hacerles publicidad gratuita. Son tan puros y sensibles que no quieren ni ceder unos cuantos minutos para ser difundidos por la blogosfera. En este caso, creo que no me podía resistir a publicar un vídeo que llevo guardado en mi memoria hace ya tiempo. Tengo que soltarlo como algo muy significativo, que pertenece al recuerdo de muchos y a la nostalgia, a esa nostalgia que nos produce cierta sonrisa tenue, la misma que identifica el pasado con algo hermoso, casi intangible, pero que nos golpea con suavidad. Porque esa es la sensación que me produce escuchar a los actores de doblaje clásico y a esas películas de leyenda. Si, ya soy consciente de que doblar las películas es una traición al material original, que no debería de existir y bla, bla, bla...  pero, ya que se aplica, que sea de la mejor manera posible. Y eso en España ha sido así, el esmero y el buen hacer de unos actores de voz prodigiosa, que nos hacen recordar aquellas tardes de sábado plantados delante del televisor, al blanco y negro, a  los cines de sesión continua en los que disfrutar de aventuras, intrigas y dramas. Al fin y al cabo, ¿a quién no le hubiera gustado que Humphrey Bogart le pidiera fuego o que Rita Hayworth le preguntara por alguna cafetería cercana? Bastaría con cerrar los ojos para verse complacido, como si se formara parte indeleble de la memoria de eso que llaman séptimo arte.



A los creadores de este magnífico vídeo, gracias por tan sincero homenaje.


martes, 4 de marzo de 2014

LA ODISEA DE CAMBIAR UNA BOMBILLA


Mi primer coche fue un Seat 127 y, cuando levantabas el capó, había espacio suficiente como para tumbar un caballo percherón. No era difícil cambiar una bombilla fundida de algún faro y la mecánica del motor era más simple que el mecanismo de un chupete. Sin tener idea de motores, recuerdo como desmontaba el carburador para que le entrara más aire y acelerarlo. Decían que los coches de entonces se arreglaban con un destornillador y cinta aislante. Probablemente no fuera así, como tampoco lo fue el hecho de que yo fuera capaz de arreglar aquel carburador, pero sí que era todo mucho menos complejo que ahora. Por aquellos años si tenías un problema con el coche lo primero que hacías era abrir el capó y mirar con cara de interesante el motor, como si una comunión de perfecta sincronía se pudiera establecer entre aquel montón de hierros y el conocimiento mecánico que se suponía casi instintivo. Naturalmente todo era una farsa y aquella cara de póker sólo significaba que no se tenía ni idea, recurriendo al clásico empujón, que en no pocas ocasiones te sacaba del apuro. 


Ahora la cosa es muy distinta. Si abres el capó de un coche nuevo lo verás lleno de cables, tubos y otros componentes mecánicos y electrónicos. Se parece más a la nave Nostromo que a un utilitario. Apenas hay lugar ni para meter un alfiler, así que es inútil solventar alguna avería salvo que seas un mecánico experto. Otra cosa distinta es cambiar una bombilla fundida del faro delantero. Parece algo rutinario, que el orgullo y el no querer engordar la cuenta corriente de los concesionarios te obligaría a realizar tu mismo. Ignoro cómo estará actualmente la ley al respecto, pero antes, si llevabas un faro sin luz, la Guardia Civil te podía exigir que la cambiaras tu mismo antes de seguir la marcha. Lo primero que observas, cuando te armas con tu bombilla dispuesto a la operación cual cirujano avezado, es que no hay espacio, apenas para meter la mano sin poder ver absolutamente nada del mecanismo de extracción. Comienzas a palpar a duras penas y tu mano pronto sufre los primeros arañazos. Antes has leído el manual de instrucciones, breves muy breves instrucciones, y la cosa no parecía tan difícil. Agarrar el alambre del mecanismo, soltarlo y cambiar la bombilla. Coser y cantar. Llevas más de una hora hurgando con tu mano amoratada que comienza a sangrar entre maldiciones, tacos y blasfemias, te acuerdas de la madre del ingeniero que diseñó el motor. 

Utilizas un pequeño espejo de esos que llevan las mujeres en el bolso para retocarse el maquillaje. Es muy mono, dorado y con incrustaciones de falsas piedras preciosas, y esperas poder ver algo de ese mecanismo infernal que libere la maldita bombilla. Es inútil, en un momento de la maniobra, el espejo se te escapa y es engullido por el motor. Algún día aparecerá y los científicos del futuro intentarán adivinar qué función ejercía tan monísimo espejito en aquel motor del demonio. Tu mano empieza a descarnarse y podrías rendirte, pero ahora estás muy cabreado, lo suficiente para no humillarte en la puerta de un concesionario. Llevas más de dos horas luchando a muerte en tan reducido espacio, tus dedos, que ya parecen un par de chorizos de Cantimpalos,  intentan soltar el mecanismo de alambre. Sólo hay que apretarlo para liberarlo. Es sólo eso, un miserable alambre, pero no cede, debe de estar compuesto de ultra aleación Z. Intentas abordar el problema desde otro punto de vista y, como quien no quiere la cosa, te dispones a desmontar el faro, ya puestos a liar el barullo, pues que sea a lo grande, con medio motor en el regazo. Lo primero que notas es que los tornillos no son de este mundo, no por lo menos del que tu dominas de toda la vida, para fastidiar no son ni los habituales ni los de estrella, son de los denominados Torx, tócate los... Acudes raudo y veloz a la ferretería y con vagas descripciones consigues la ansiada herramienta. Una vez extraídos los dichosos tornillos observas que la realidad permanece inmutable. Esto es, el faro se mantiene fijo, como por arte de magia. Lo zarandeas, le insultas, le empujas, haces palanca y nada, ni caso, ni se mueve un milímetro. ¿Para qué demonios servían entonces los tornillos?, ¿qué sujetan, la nada? Maldición, ahora lo entiendo, debe ser una conspiración de los ferreteros, para deshacerse de los condenados destornilladores Torx.

Con una frustración del quince vuelves a meter la mano en aquella micro cámara de tortura, en busca del estoico alambre. Cuando extenuado y casi derrotado lo consigues, la pieza salta por los aires y caen armoniosamente por una alcantarilla situada de forma estratégica debajo del coche. Son unos momentos tensos, mezcla de un esporádico triunfo y una frustración colérica. El destino se burla de tu odisea, no deja que ganes de ninguna manera. Cambias la bombilla sin el alambre de marras y, meses después, te comunican en la ITV que el faro apunta alto. Hay que arreglarlo. La venganza se sirve en plato bien frío. Claro que ya me gustaría ver a la Guardia Civil ayudándote a cambiar una bombilla en plena noche y lloviendo. ¿Alguno de ustedes cree en los milagros?