jueves, 24 de julio de 2014

LAS MUÑECAS HINCHABLES DEL TERCER REICH



Durante la Segunda Guerra Mundial, y en concreto durante la ocupación alemana en Francia, las autoridades nazis expresaron su preocupación por el peligro de las enfermedades venéreas que las prostitutas podían infligir a la tropa en sus contados reposos bélicos. Dicen que Himmler, a la sazón jefe de la SS, advirtió al Führer sobre los peligros de la promiscuidad sexual de sus soldados con las siguientes palabras: "El mayor peligro de París es la extendida e incontrolada presencia de prostitutas que buscan clientes en bares, salas de baile y otros lugares. Es nuestro deber el prevenir a los soldados de los peligros para su salud que conlleva el tener una rápida aventura”. Se sabía que el bromuro administrado a los soldados no era un remedio eficiente, ya que les hacía caer en un estado depresivo que animaba poco al combate y, no era, por lo tanto un remedio eficiente para impedir las enfermedades de transmisión sexual. Hitler que era consciente de lo que eso representaba por haberse contagiado en su juventud, puso un proyecto en marcha para la fabricación de muñecas hinchables con el nombre de "Operación Borghild".
Se dieron unas directrices claras y especificas en cuanto al diseño de la futura compañera destinada a aliviar las tensiones propias de la testosterona desenfrenada. La muñeca tenía que ser una fiel representación de la mujer aria. Debería tener una altura de 1,76, labios y pechos grandes, un ombligo logrado y por supuesto tenía que ser blanca y rubia. El prototipo fue encargado al doctor danés Olen Hannussen quien la construyó en plástico galvanizado y materiales sintéticos, sirviendo  como modelos las atletas alemanas Wilhelmina von Bremen y Annette Walter. Para el diseño de su rostro se quiso contar con la actriz Käte von Nagy, que se negó en rotundo en participar en tan descabellada idea. No era plato de buen gusto servir como desahogo sexual por medio mundo entre batalla y batalla. Se comenzó a fabricar en Dresde, aunque las instalaciones no sobrevivieron al final de la guerra al ser bombardeadas por los aliados. No obstante, el proyecto no llegaría demasiado lejos al negarse las tropas y sus oficiales a llevar semejante artilugio en su mochila. El principal argumento esgrimido para librarse de semejante compromiso, era el situarse en la posición de un soldado alemán apresado y sorprendido con una muñeca hinchable en sus pertrechos. La burla y chanza a la que serían sometidos por parte de sus captores era algo que su orgullo no podía permitirse en ningún momento. Fue por lo tanto una decisión unánime del ejército el renunciar a semejante propuesta, prefiriendo arriesgarse antes a las ladillas que a las risas del enemigo.
Käte von Nagy
No cabe la menor duda de que, tan estimulante noticia, hubiera sido toda una novedad en un conflicto muy poco dado al sentido del humor. Pero puede que, algo tan poco devastador en los habituales procederes de los nazis, no sea nada más que una leyenda urbana muy bien urdida. A la falta de testimonios fiables, de pruebas tangibles,  la presunta falsedad de los nombres citados y de la opinión de algunos historiadores, parece que este singular capítulo de la Segunda Guerra Mundial tiene poca consistencia para ser real. Se rumorea que todo empezó con un artículo de cierto periódico sensacionalista alemán y que se propagó con el método de la insistencia en la noticia. Siendo medianamente coherentes, no me imagino a Hitler proponiendo semejante plan y, si bien es cierto, que la locura puede aventurarse por caminos insospechados, no parece demasiado lógico que, tan descabellada idea, fuera planteada en un conflicto bélico que a buen seguro tenía otras prioridades que atender. No obstante, hubiera sido una forma de humanizar la guerra con algo tan divertido y desde luego original.
De repente se me ha venido a la mente una posible ilustración del gran Miquel Zueras, en la que aparecería un soldado alemán y su muñeca hinchable, ambos con las manos en alto, rindiéndose ante las tropas norteamericanas.
Dicho y hecho, el amigo Zueras, una vez enterado, ha tenido la gentileza de dibujar esta ilustración que cierra la historia que nos ocupa de forma brillante.




miércoles, 16 de julio de 2014

HISTORIAS DEL MAGO COPPERDINI: EL ROBOT DE COCINA


Su nariz se aplastó contra el cristal del escaparate de forma impetuosa. Al otro lado se situaba un objeto que había llamado poderosamente su atención. Una cartulina recortada en forma de estrella señalaba una gran oferta, que no era otra que un fantástico robot de cocina, capaz de realizar los platos más exquisitos. Julián siempre había querido ser un excelente cocinero, dominar el arte culinario y asombrar a propios y extraños con platos exóticos y deliciosos era una de sus más secretas ambiciones. No obstante, si había alguna disciplina en la que era un negado absoluto, esa era la del noble arte de cocinar, siendo algo menos que un cero a la izquierda. Julián era un joven peculiar. Su padre siempre le decía que tenía menos luces que un pozo profundo y cavernoso. Trabajaba en unas grandes oficinas, donde algunos les llamaban "el simple", otros pocos "tonto" y la inmensa mayoría "pedazo de pan". Porque si algo caracterizaba a Julián era su gran corazón, siempre repleto de buenas intenciones. En el trabajo se dedicaba a repartir el correo, hacer fotocopias y otros recados variados, siempre con una sonrisa dibujada en su rostro, lo que despertaba las simpatías de todos, excepto de Alfredo, un contable que lo odiaba de forma intensa hasta el punto de intentar dejarlo en ridículo cada vez que tenía ocasión. 
Julián no se lo pensó dos veces, adquiriendo aquel robot que prometía grandes veladas culinarias. A la salida del comercio se tropezó con Alfredo y le contó de forma apresurada y nerviosa lo que acababa de adquirir. El contable le miró de forma aviesa e insistió que le invitara esa noche a cenar a su casa. Sabía que aquello sería un desastre y así podría reírse de él. Julián accedió y se marchó raudo y veloz esperando sorprender a su compañero de trabajo. Subió aceleradamente las escaleras, abrió nerviosamente la puerta, dirigiéndose de forma decidida hasta la cocina. Allí liberó al robot de su prisión de cartón y poliespan. No pudo ocultar cierta desilusión, aquello parecía una freidora con botones de colores, pero no dudó en ningún momento de sus posibilidades. Con voz firme y segura le habló: ¡Quiero que esta noche me hagas una cena de lo más suculenta para dos personas! Después se marchó impaciente, y no volvió a entrar en la cocina hasta que tenía sentado a la mesa a un Alfredo que se mostraba con una sonrisa ciertamente socarrona. Julián se quedo absorto y desconcertado, cuando miró a su alrededor. Allí estaba el robot pero no había ningún plato junto a él, ni nada que se pareciera a algo comestible. Alfredo asomó su cabeza de hurón detrás de su hombro y le preguntó que sucedía.
-No, no lo entiendo, le he ordenado que cocinara y no parece haberlo entendido.
El contable se sentía henchido de felicidad y le dijo, aguantándose la risa: 
-No te preocupes, este tipo de robot falla siempre la primera vez. Además funciona mejor si cocina para varios comensales. A más platos mejor funcionamiento. Mañana invitaremos a algunos amigos de la oficina y ya verás que sorpresa.
-Me parece muy bien- balbuceó Julián si estar demasiado seguro de aquel plan, pero confió en su compañero de trabajo.
Alfredo se marchó sigiloso, como una serpiente, y en sus ojos se adivinaba lo que disfrutaría al día siguiente dejando en ridículo a quién siempre considero simplemente como un tonto con suerte.
A la noche siguiente, la mesa del comedor de Julián estaba repleta de compañeros de trabajo, ansiosos por dar buena cuenta de aquella imprevista cena. El contable mantenía una expresión de satisfacción absoluta, esperando el momento de la burla que siempre había soñado. Deseaba con toda su alma que todos los comensales se rieran a mandíbula batiente cuando no hubiera nada que comer, burlándose de la candidez de aquel que odiaba tanto, que pensaba que un robot de cocina podría cocinar por sí sólo. Su rostro quedó desencajado cuando Julián atravesó la puerta de la cocina con toda clase de viandas, ahumados con ostras, patatas asadas con trufas al Oporto, pastel de pescado y gambas, merluza con polvo de jamón, lenguado con sésamo y nueces de macadamia, tartar con foie de faisán, magret de pato a la mermelada y limonada de fresas y jengibre. Lo invitados disfrutaron como nunca pues jamás habían comido algo tan sublime. Todos comieron hasta reventar, permaneciendo pegados a sus asientos hasta que no quedaron nada más que migajas. Todos menos Alfredo, que se deslizó furtivamente hacía la cocina para descubrir que era todo aquello. Sus ojos quedaron atónitos y su rostro desencajado, cuando miró aquel robot de cocina. De su cuerpo central surgían una decena de brazos que no paraban de cocinar. Sartenes, ollas y alimentos volaban de un sitio a otro con el ritmo frenético de cien cocineros de alta escuela. Cuando se dio la vuelta buscó la mirada de su odiado compañero de trabajo, pero se topo con un hombre oculto entre las sombras, de mirada penetrante y que no conocía. No pudo aguantar aquel duelo de inspección y por primera vez en mucho tiempo se sintió profundamente avergonzado. El mago Copperdini no le perdió de vista. Entre los abrazos al improvisado cocinero por parte de sus felices amigos, pudo observar como Alfredo se volvía a deslizar como una serpiente, pero esta vez no había satisfacción en su mirada, sino un profundo desprecio por sí mismo. 
Cuando el mago Copperdini se despidió del bueno de Julián, le susurró al oído:
-Ya sabes que el hechizo se romperá esta noche, recuerda que en el fondo no es más que una freidora con botones de colores. Es una osadía llamarle robot. En la mesa te he dejado un regalo especial, un libro de cocina que te hará un chef en toda regla, siempre cuando seas como ahora, un hombre de buen corazón. 
Julián se despidió de él, no sabía de dónde había surgido, pero le estaría eternamente agradecido por aquella noche tan especial. Después devolvió aquella freidora con botones de colores a su caja y tomó en su mano una cuchara de madera, sonriendo como nunca lo había hecho. 



viernes, 11 de julio de 2014

HE VUELTO

Aquí estoy de nuevo, de regreso de mi habitual paréntesis veraniego. Hace unos años solía bromear diciendo que me había marchado de retiro espiritual, y no quisiera ser reiterativo queriéndome hacerme otra vez el gracioso. Así que no engañaré a nadie si digo que he permanecido una semana en un Hotel de Almería y que, una vez más, mi proceso de mutación hacía el homo acuaticus ha sido inevitable. Con dos niñas de ocho y tres años se pueden imaginar que no hay otra que pasarse horas y horas en el líquido elemento. Este año, no obstante, se ha dado una nueva disciplina acuática, que no es otra que el lanzamiento de niña. Martina pedía una y otra vez, hasta la extenuación, que la arrojase al agua. Brazos arriba y empuje, cual lanzador olímpico de peso hasta hacer volar a la niña equipada de manguitos de Minnie Mouse. Hasta tal punto que me provocó un dolor punzante en el hombro que afortunadamente no pasó a mayores. La playa ha sido la gran ausente, ya que mis dos retoños son recelosos de la arena y las olas. Les pasa un poco como a mí, que pienso que el día que la enchapen de azulejos y calienten el agua será un gran avance para la civilización, pero eso es otra historia. Después de esta entrada, un poco improvisada, pondré mi mente en marcha e intentaré de nuevo escribir algo con un mínimo de coherencia.