El enlace vital que nos une a la tierra es tan
poderoso, que el simple hecho de pensar en abandonarlo nos produce un dolor
inconmensurable. Desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte vivimos con el
aliento de nuestro destino, nos pesa y nos hace reflexionar, se convierte en
obsesión y nos transforma en filósofos. Nuestros sueños, ideas, experiencias y
demás sensaciones vitales se acaban de forma irrefutable el día que dejamos de
existir. No veremos más el sol, ni respiraremos el aire que nos da la vida, no
podremos disfrutar de los placeres de la vida terrenal, ni leer un libro ni ver
como se desarrolla el futuro, dejaremos atrás a nuestros seres queridos, y con
el tiempo nuestra memoria será olvidada al igual que nuestras tumbas,
monumentos efímeros al anonimato que el viento borrará de la historia. O quizás
el sueño eterno nos alivie del sufrimiento físico y espiritual, de una vida
amarga, de la miseria o el abandono, si quizás sea el dulce final de un
tránsito penoso e inútil. Existen personas que aman la vida hasta el final, y
otras que, por el contrario, buscan el término de la misma hasta la
extenuación. Sin embargo, en un plano general, el miedo a la muerte es algo más
universal, tal vez porque, en el fondo y a pesar de todos los obstáculos, nos
sentimos con el impulso vital del instinto que nos domina y que nos lleva a
sobrevivir. Sentimos apego a nuestro mundo por una razón quizás mas obvia que
cualquier razonamiento metafísico, defendemos nuestras ansias vitales porque
nos gusta vivir, simple y llanamente.
El hecho en si de existir nos da forma y no dota de un placer hedónico, solamente mitigado por nuestro devenir existencial, plagado por otra parte de dificultades y no exento de altibajos emocionales. La balanza es, sin embargo, preclara y se inclina favorablemente hacia el impulso vital. El miedo más inmediato del hombre es el miedo al dolor y al sufrimiento, y no hay mas expresión de tales desdichas que la muerte. El acabar es tremendamente angustioso. Es la máxima diatriba de la frustración. Nuestra naturaleza animal nos condiciona hasta tal punto, que el hecho de ser mortales es una afrenta a la inteligencia misma, inteligencia, por otra parte, imbuida y conducida por una extenuante arrogancia. El poder de la razón se enfrenta a la batalla crucial de sobrevivir por encima del oprobio personal de lo efímero. Pensar es vivir y ese impulso avanza en espiral hacia el deseo mas codiciado: la inmortalidad. El conocimiento humano bajo sus mas diversas abstracciones se dota de la máxima virtud de la existencia universal, del impulso vital por excelencia, del culmen del poder de la metafísica, algo a lo que llamamos alma. ¿El autoconocimiento de sí mismo de un ser vivo le confiere la tan ansiada y sublime alma?, ¿Es por lo tanto un don de la inteligencia humana o es aplicable a otras formas de autoconsciencia?.
El hecho en si de existir nos da forma y no dota de un placer hedónico, solamente mitigado por nuestro devenir existencial, plagado por otra parte de dificultades y no exento de altibajos emocionales. La balanza es, sin embargo, preclara y se inclina favorablemente hacia el impulso vital. El miedo más inmediato del hombre es el miedo al dolor y al sufrimiento, y no hay mas expresión de tales desdichas que la muerte. El acabar es tremendamente angustioso. Es la máxima diatriba de la frustración. Nuestra naturaleza animal nos condiciona hasta tal punto, que el hecho de ser mortales es una afrenta a la inteligencia misma, inteligencia, por otra parte, imbuida y conducida por una extenuante arrogancia. El poder de la razón se enfrenta a la batalla crucial de sobrevivir por encima del oprobio personal de lo efímero. Pensar es vivir y ese impulso avanza en espiral hacia el deseo mas codiciado: la inmortalidad. El conocimiento humano bajo sus mas diversas abstracciones se dota de la máxima virtud de la existencia universal, del impulso vital por excelencia, del culmen del poder de la metafísica, algo a lo que llamamos alma. ¿El autoconocimiento de sí mismo de un ser vivo le confiere la tan ansiada y sublime alma?, ¿Es por lo tanto un don de la inteligencia humana o es aplicable a otras formas de autoconsciencia?.
Sobre
la existencia del alma se ha divagado en demasía, y es tan improbable su
demostración como la propia existencia de Dios. Algunos investigadores creían
encontrar la clave de la misma en el genoma humano. A pesar de nuestra
similitud genética con las demás especies animales, de las cuales nos separa
solo un escaso porcentaje, en algunos casos, de entre un 20 y un 10%, parece
ser que esa diferencia es mas que suficiente para apropiarnos del espíritu
inmortal, de los famosos 21 gramos de alma imperecedera. Para los que buscan la
naturaleza sobrenatural del ser humano,
esa pequeña divergencia es mas que suficiente para encontrar nuestro billete
hacia la inmortalidad. No es solo una constatación del hecho diferencial, es la
suprema obviedad del hecho singular, de la idiosincrasia propia de los elegidos
para la gloria de un paraíso soñado, de una vida, en suma, que continua por los
siglos de los siglos. No obstante, el ratón de laboratorio, el insecto que nos
atormenta o nuestro animal de compañía
muere y desaparece justamente porque carece del porcentaje justo de
diferenciación. Todas las circunstancias de la vida terminan encajando en
nuestro afán por construirnos un mundo acorde con nuestros más profundos deseos,
aunque para ello tengamos que recurrir al engaño más burdo que pueda existir.
No digo que tal diferencia no sea la que nos aporta el alma, lo que manifiesto
es que siempre encontramos un vacío filosófico-existencial donde podemos
introducir todas nuestras frustraciones y convertirlas en fiel consuelo de
nuestra amargura.
El
miedo a la muerte se podría configurar de dos maneras distintas. Por una parte
tenemos un miedo que se centra en la concepción de que nuestra entidad
cognoscitiva se disipe en la bruma del olvido, que no formemos parte de la
existencia y que desaparezca de un plumazo toda nuestra capacidad de ser y de
sentir. Existe, no obstante, un segundo miedo, más irracional y entroncado con
cierto halo espiritual, representado por el hecho de creer que nuestra
experiencia vital continua en una dimensión distinta e inquietante. Es
particularmente extraordinaria la reacción de la inteligencia humana ante esta
disyuntiva. La capacidad del intelecto es tan compleja y profunda que dota al
hombre de la aptitud necesaria para plantearse problemas de gran calado
trascendental. Y es precisamente, por esa conciencia por lo que el hombre se
crea una continuidad inmortal, formada en su egocentrismo espiritual. Pensar
que el final de nuestra existencia humana es el puente que une al ser humano
con la inmortalidad es algo que nos conforta y que nos da ánimos ante la
muerte. Sin embargo, esta concepción espiritual es solamente parte del
engranaje del mecanismo defensivo de nuestra racional inteligencia, sometida a
tal presión emocional, que es capaz de crear un mundo de la nada y, sobre todo,
de tranquilizar nuestra inquietud máxima. Hay personas que, en circunstancias de muerte próxima, han
experimentado sensaciones que entroncan directamente a lo que imaginamos que
podría ser una continuidad, o mas bien un tránsito, hacia otra dimensión. Han sentido incluso un cierto sosiego
espiritual y mental, como si se despojaran de todo aquello que les ha atado a
la vida terrenal y emprendieran un largo y tranquilo viaje hacia mundos
desconocidos. ¿Correspondes esas vivencias al testimonio de una vida tras la
muerte, o se trata simplemente de una sugestión, surgida de nuestra
mente ante el último aliento de nuestra existencia?. La mente es tan cercana a
nosotros como desconocida en toda su amplitud. Hasta tal punto nos es
enigmática que aquellos que han demostrado ciertas dotes psíquicas son
considerados como extraordinarios, por el hecho en sí de utilizar su capacidad
mental un poco más lejos que el hombre común. Es por lo tanto una capacidad
para aprovechar la enorme potencialidad racional, más que una diferenciación
del instrumento cognoscitivo. Es posible que tal capacidad, en circunstancias
excepcionales, sea capaz por si misma, y prescindiendo de la voluntad, de activarse y crear todas las expectativas
necesarias para sofocar el pánico que nos produce el final de todos los
finales.
La
limitación del ser humano es un hecho más que evidente. Cualquier deseo de
traspasar la barrera de tal cortapisa constituye, por sí mismo, un desafío y
posiblemente una aspiración fundamental. La muerte es, efectivamente, la máxima
limitación a nuestros desenfrenados deseos. El hombre es consciente de ello,
aunque no lo acepte de forma incondicional, sino que protesta en el seno de su
espiritualidad. A veces, es frecuente que una ilusión se imponga a la realidad,
sobre todo si aquella es de una naturaleza especialmente hedónica. La realidad
es, casi siempre, fría e intransigente y desgarra nuestras más profundas
esperanzas. Científicamente, es un hecho comprobado que la muerte corpórea es
definitiva. El proceso de descomposición y transformación del organismo humano
es absolutamente terrible e ingrato a nuestros ojos. Observar, como una forma
de existencia, que vivía inmersa en una multitud de sentimientos y emociones,
sucumbe ante la muerte, es verdaderamente desconsolador. Este abatimiento de la
vida corporal es una condena sin recurso, y
pensar que, en realidad, nada muere, todo se transforma formando parte
de la fría e insensible cadena alimenticia de la naturaleza, es algo que carece
de la más elemental seducción. Nuestro consuelo, nuestra verdadera salida ante tan nefasto destino, es vivir, por encima de todo vivir, el gran regalo que nos ha hecho el destino y al cual no se puede renunciar. Toda la evolución de lo que existe, del Universo, del tiempo, parece que perseguía un máximo logro, el autoconocimiento de sí mismo y, aunque fuera por tiempo limitado, es un lujo trascendental e irrepetible, una experiencia en todo su esplendor.