
Es justo reconocer que con la irrupción del VHS se cumplieron los sueños de muchos cinéfilos. Disponer en nuestra propia casa de una videoteca y poner a nuestro antojo la película deseada, en cualquier momento, se convirtió en todo un lujo para sibaritas. Pero los comienzos fueron difíciles y precarios. Para empezar los primeros reproductores tenían un precio elevado, que no estaba al alcance de todos los bolsillos. Una vez que el VHS derrotó al sistema Beta y 2000, las cosas se simplificaron, exceptuando algún que otro incauto al que le colocaron un producto sin futuro.
Mi primer objetivo era convencer a mi padre, siempre reacio a gastar dinero, que invirtiera en un aparato de vídeo que, por entonces, se cotizaban alrededor de las cien mil pesetas de finales de los años 80. La técnica era muy sencilla y consistía en el machacón discurso diario de: "Papa, por favor, cómprame un vídeo, por favor cómpramelo". Pero mi progenitor era duro de roer y escuchaba mis suplicas como el que oye llover. Así que, aprovechando una convalecencia de una operación de piedras en la vesícula, le sorprendí con las defensas bajas y accedió a su adquisición. Como pueden observar mi obstinación era de una crueldad ciertamente despreciable, hasta el punto de presionar a un pobre hombre recién salido del quirófano. Pero la vida es así y los oportunistas sin escrúpulos como yo salimos a flote como la... Bueno, como decía, la verdad es que al final conseguí mi objetivo y, una vez recuperado de la operación, nos dirigimos a la compra compulsiva de mi primer VHS.
Antiguamente para comprar un televisor, un piso o un sofá cama, bastaba con firmar unas letras y se acabó. Pero las cosas cambian y, en aquellos años, había que ir con una nómina en mano para que te pudieran fraccionar el importe de la compra en cuestión. A mi padre, como era pensionista, le pidieron un certificado de la seguridad social y eso eran palabras mayores. Para él, tener que ir de papeleos a la administración pública, para que el pesado de su retoño adquiriera un aparato que ni entendía ni necesitaba imperiosamente, era algo que escapa a su lógica. Al final accedió, no sin antes dirigirme cientos de miradas inquisitoriales, mientras firmaba los papeles de la financiera.
Una vez formalizado el papeleo, el vendedor nos colocó un ladrillo de reproductor VHS de la marca Sansui argumentando que el aparato en cuestión se lo comía todo y era más duro que el pedernal. Lo cierto es que, una vez finalizada la garantía, tenía la mala costumbre de tragarse las cintas y no devolverlas. Cada periodo de tiempo determinado se rompía el mecanismo de arrastre y había que llevarlo a reparar. Cuando estuvo instalado en mi casa, ya solo quedaba darse de alta en un videoclub y alquilar películas a mansalva. Recuerdo que al principio de los tiempos, tenías que pagar una película para poder hacerte socio y cuando te dabas de baja te devolvían el importe de la misma, salvo que quisieras en propiedad el título que había disponible. El problema es que, en aquellos tiempos, una película original valía la increíble suma de diez o doce mil pesetas. Un amigo mío, en un acto de enajenación mental, fue capaz de adquirir por ese precio la f

ascinante "De Dunkerke a la victoria". Afortunadamente cuando me hice socio lo único que se requería era el carnet de identidad, de tal manera

que me di de alta en un videoclub enorme que tenía miles de películas con la virtud de ser, casi todas, de serie B y en algunos casos de serie Z. Además, el encargado del mismo era un tipo amanerado que ya te llevaras "Gandhi" o "Pepito piscinas", siempre te decía lo mismo:
"¡Esta es la que se ha llevado todos los Óscars!". No se me ocurrió otra cosa que abrir la sesión inaugural de mi fabuloso vídeo con "Todos al suelo". La película, además de situarse en la antípodas de una obra maestra, estaba muy perjudicada, con rayas y saltos de imagen continua. Mi padre se preguntaba si aquellos veinte mil duros que le volaron de su cartilla justificaban semejante despropósito. Nunca entendí que hacía la gente con las cintas de vídeo en su casa. Tal era el deterioro de las mismas, que llegué a pensar que las echaban en aceite o las arrastraban por el fango.
Pero, la virtud que tenía el VHS es que podías grabar las películas emitidas por televisión y, de esa manera, hacerte poco a poco con una videoteca decente. El problema es que mi economía de niñato opositor sin un duro, no me permitía seguir el ritmo que yo quería imponerme. Las cintas de vídeo costaban alrededor de 1.000 pesetas y uno tenía que realizar encaje de bolillos para colmar sus exigencias. Como solución, se peregrinaba buscando las más baratas, aunque fueran de marcas infames y calidad más que dudosa. Se estudiaba al milímetro la duración de las películas para que pudieran grabarse al menos dos en una cinta de 180 minutos. De vez en cuando se grababa una entera y otra en dos partes en sendas cintas, con el sobrante de cada una de ellas. Una vez incluso fui capaz de grabar un resumen de una película para que pudiera entrar con la duración de una hora, que era lo que me restaba de cinta. Aquella película que sufrió mi particular montaje fue la obra maestra del cine de aventuras "Tiburón 3" de Enzo G. Castellari. Esto demuestra dos cosas. La primera, que era un chapucero y la segunda, que mi cinefilia era algo más que sospechosa. Además mi casa se convirtió en una especie de cine de sesión continua, cuyos espectadores era mis amiguetes y los amigos de mis amiguetes. Mi padre observaba aquel trasiego de niñatos que le perturbaban su habitual tranquilidad y contemplaba, con mirada taciturna, como mi preparación para las oposiciones se iba por el desagüe del retrete.
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Mi primer VHS momentos antes de ser reciclado |
El problema del grabador compulsivo es que nunca tienes suficiente. Las películas emitidas por televisión no incluían las más recientes, que como tampoco salían a la venta, eran muy codiciadas. Así que, cuando comenzaron sus actividades los conocidos como vídeos comunitarios, nos posibilitó un mundo nuevo de cazar títulos de última novedad. El problema es que no estaba operativo en todos los edificios, de tal manera que, cuando un amigo me comentó que en el vídeo comunitario de su bloque emitían "El retorno del Jedi", mis ojos se abrieron como platillos volantes y, de inmediato, mi mente maquinó la forma de grabarla. Ipso facto me puse a desmontar el vídeo, mientras mi padre me miraba de reojo con cierta expresión de desconfianza, y como aún conservaba la caja del embalaje, lo pude introducir en la misma para poder trasladarlo a casa de mi amigo. Como no teníamos medio de locomoción motorizado, tuvimos que trasladarlo a pie por media ciudad, con el inconveniente de que el tal amigo tenía menos fuerza que una pompa de jabón, lo que nos obligaba a realizar descansos cada veinte segundos. Pero el objetivo se cumplió y, gracias a ello, mi padre pudo ver más de cuarenta veces "El retorno del Jedi", hecho bastante meritorio para un aficionado a las películas de John Wayne, que no entendía muy bien que eran aquellos ositos que adoraban a un robot amariconado.
Como he dicho, las cintas de vídeo se aprovechaban hasta el final, llenando lo que sobraba tras grabar una película con vídeos musicales, documentales y toda una suerte de chorradas destinadas a no desperdiciar ni un solo minuto. Después, cuando se abarataron los precios de los reproductores, se adquirían dos para poder grabar de cinta a cinta, antes de que se inventaran los dichosos sistemas anticopy que tenían como único objetivo fastidiarnos. Los años transcurrían y poco a poco las estanterías de mi casa se iban llenando de cintas de vídeo con títulos de todos los géneros, con el consabido cabreo de mi madre y, por fin, con el orgullo paterno conseguido. Después, cuando ya tenía un trabajo remunerado, y se comercializó de forma regular la venta de cintas originales, pude iniciar la compra masiva de títulos, orgullo de mi particular videoteca.
Pero la vida pasa, y la evolución tecnológica de la mano del dvd acabó con el VHS para siempre. Fue el testimonio de la desaparición de un sistema que nos hizo alcanzar el sueño de todos los amantes del séptimo arte. A él le debemos los tiempos heroicos en los que grabar una película era todo un acontecimiento.