martes, 6 de abril de 2010

PEQUEÑAS HISTORIAS DE BARRIO


La casa donde transcurrió mi infancia, allá por los años 7O, estaba situada en el casco viejo de la ciudad, en una calle tan estrecha que casi podías darle la mano al vecino. De hecho, había uno justamente enfrente del dormitorio de mis padres, que todas las noches daba un concierto de guitarra, ante la desesperación de mi padre que soltaba auténticos sapos por la boca, pues le era imposible conciliar el sueño. Yo que pensaba que mi padre era el hombre que más madrugaba del mundo, lo compadecía y trataba de convencerle de lo relajante que podía llegar a ser la música, pero el aducía que lo que hacía aquel sujeto con la guitarra era una especie de aberración difícil de catalogar. Casi todas las calles de aquel viejo barrio eran muy angostas y solo una placeta situada cerca de mi casa parecía desparramarse hasta límites insospechados, aunque viéndola hoy en día solo parece una calle un poco más ancha que las demás. A un lado había una cuesta medio empedrada que nos venía de perillas para jugar a las bolas, ya que nos posibilitaba hacer pequeños agujeros donde situar el famoso hoyo de las canicas, ya saben aquello de "primeras bolas, pié bonito, matute y hoyo", aunque me imagino que la fórmula secreta de este juego tendrá variedad inmensa de conjuros para su correcta ejecución. Había también un enorme caserón en donde habitaba una vieja gruñona octogenaria, se decía que aún mocita, y que nos echaba cubos de agua para que no jugásemos a la pelota sobre su fachada. En las noches de verano se la podía ver hablando sola en la terraza, no se sabe si con Dios o con algún difunto del pasado. Lo cierto es que nadie entró jamás en aquella vieja casa y el misterio permaneció siempre en la memoria de la chavalería del barrio.
En nuestra hermosa placeta había dos negocios, uno era una pequeña lechería, llamada de Manolita, en donde acudíamos en verano como posesos a la compra de polos flash que calmaran el intenso calor. Manolita era una mujer de baja estatura y generosas carnes que despachaba con la misma calma que una balsa de aceite. El otro negocio era el típico comercio de barrio de comestibles, estrecho y muy largo y fue el santo y seña de las amas de casa del lugar hasta que irrumpió el primer supermercado, algo novedoso por aquellos años. Pero la tienda por excelencia de los niños era, sin duda, Braulio, un negocio en principio de comestibles, pero que vendía también chucherías, juguetes de peseta y sobres de estampas para los álbumes del momento. Aunque el dueño se llamaba Manolo, todo el mundo lo nombraba por Braulio, el nombre de su difunto hermano. Estaba situado frente al colegio y la chavalería lo llamaba a voces durante el recreo, haciendo sonar sus monedas contra la valla metálica del patio, para que Braulio saliera con una bandeja de cuñas y palmeras de chocolate. Recuerdo también que los sábados por la tarde, cuando mi padre cumplía con mi merecido salario semanal , la tienda estaba cerrada, pero como Braulio tenía su negocio ubicado en su casa, tenía la deferencia de abrirme por la puerta de atrás para venderme la mercancía solicitada. No era un hombre excesivamente simpático, supongo que estaba cansado ya de tanto crío dándole la murga durante tantos lustros, pero lo cierto es, que componía la figura de la persona a la que le pesan los años y arrastra los pies con la desgana del que ya ha vivido lo suficiente como para expresar cualquier tipo de entusiasmo.
Había también una calle muy singular que era conocida como callejón de los chinos, porque, a causa de un deficiente firme de la calzada, un día un camión volcó un cargamento completo de tierra y chinos para igualar el nivel de la calle, y es que, amigos míos, en aquella época lo de asfaltar las calles era como de ciencia ficción. Había una cuesta que bajaba a unos aparcamientos subterráneos y nosotros la utilizábamos para tirarnos subidos en cajas de cerveza, ante la indignación de los vecinos que no soportaban el estruendo producido. Una vez un amigo y yo bajamos a tal velocidad que dimos un par de vueltas de campana y cuando me estaba quedando casi sin respiración por el inmenso impacto, me encontré una peseta, y una peseta en aquellos tiempos era una peseta. Con este capital se podía elegir entre un cochecito de plástico, una careta de cartón, un polo flash, dos caramelos sugus o un chicle Bazooka. Recuerdo en una ocasión que un familiar me dio cinco duros y mis ojos se iluminaron como un árbol de navidad ante semejante capital. Aquello fue una fiesta que aún se recuerda en los anales de la historia. Invité a todos mis amigos a pipas, chicles, piruletas, regaliz y otros manjares y aún me sobró dinero para comprarme un polo de Drácula, un sobre de soldados y un montaplex. ¿Que no saben lo que es, un polo de Drácula, un sobre de soldados y un montaplex?. No se preocupen, que ipso facto procedo a explicarlo. El polo en particular era un helado con palo, negro por fuera y rojo por dentro y tenía el curioso efecto secundario de dejarte la lengua negra, que parecía te hubieras embriagado con un bote de tinta china. Un sobre de soldados era un paquete de papel, ilustrado con alguna batalla bélica, y en cuyo interior venía un grupo de pequeños soldados, la mayoría de unos dos centímetros de altura. El montaplex también iba en un sobre de papel y dentro descubríamos las piezas de un avión, tanque o portaaviones que había que montar. El más célebre era un platillo espacial de color verde que era bastante apreciado y el Mosquito cero, un avión japonés de la segunda guerra mundial. Mi padre me compraba casi todas las semanas un sobre de soldados y, al cabo del tiempo, pude juntar un numeroso ejército dotado de aviones, tanques y demás artilugios bélicos con los que formar auténticas batallas. El platillo volante no encajaba mucho, pero me servía igualmente para recrear "La guerra de los mundos". Se rumoreaba que uno de los pequeños soldaditos, con unos prismáticos en la mano, era el mismísimo Caudillo, aunque yo no lo tuve nunca demasiado claro.
En el barrio existía también una calle que terminaba en una especie de acequia enfangada, cuya agua circulaba por debajo de un vetusto molino abandonado que por las noches adquiría cierto aspecto siniestro. Algunos insistían que alguna noche habían contemplado extrañas figuras que se adivinaban tras unas tenues luces.
Había dos comercios que eran los dos extremos de la moral cotidiana. Uno de ellos lo regentaba una señora de mediana edad que tenía reputación de llevar lo que entonces se llamaba mala vida, por lo que las mujeres decentes jamás entraban a comprar. Yo que no entendía aquel comportamiento sí que entré, en alguna ocasión, con toda la normalidad del mundo. Ahora incluso recuerdo, y no me pregunten por qué, que las veces que acudí fui para comprar pegamento y aquella mujer siempre me daba el producto con una leve sonrisa. El otro negocio era la frutería de una viuda, sempiterna enlutada desde la cabeza a los pies y tristeza perenne en los ojos. Había también una diminuta librería con estanterías que llegaban desde el suelo hasta el alto techo. Pese a su tamaño escueto, siempre tenía lo que buscases, fuera una simple cartulina o un tiralíneas de plumilla. Con todo el esfuerzo del mundo fui capaz de coleccionar todos los fascículos de "El maravilloso reino animal", nueve tomos adecuadamente encuadernados, por supuesto en la misma librería, y que me llevó varios años de mi vida el poder completarlos, por lo que forzosamente tuve que hacer amistad con aquel librero ciertamente entrañable. Más arriba existía Casa Paquito, todo un comercio tradicional al más rancio estilo de mercería, paraíso sin igual de costureras y modistas. Una juguetería se ubicaba cerca de allí y recuerdo contemplar embobado el escaparate, pensando cual sería mi elección para los Reyes Magos o mi cumpleaños.
En esa misma calle tenía un amigo que vivía con su abuela,que a la sazón realizaba labores de portería en una escuela femenina. Era un viejo edificio de unas cinco plantas que ocupaba casi una manzana y que cuando las clases terminaban estaba a nuestra entera disposición. Esto unido al hecho de que su abuela nos dejara muchas tardes solos, hacía que aquel lugar fuera nuestro castillo particular, en donde deambulábamos desde una planta a otra entrando a las clases vacías y corriendo, como locos posesos, por los corredores de aquel inmenso inmueble.
Recuerdos y fantasmas del pasado, todo y más son patrimonio de cada uno de nosotros, de infancias perdidas en un tiempo en que quizás fuimos tan felices como niños.




9 comentarios:

  1. Aquellos fantásticos sobres con maravillas dentro...El primero que me compraron,(no tendría yo más de seis años, tenía un cohete Apolo para montar, por lo que durante años, cuando quería un sobre de esos les llamaba "Apolos" (a nivel familiar, ya que en los quiscos no hubieran entedido nada).
    Creo que estuve adquiriéndolos hasta casi los 11 años, y recuerdo un estupendo barco vikingo de color rojo, un majestuoso drakkar, con sus correspondientes guerreros, y por supueto todo tipo de ejercitos, ya fueran de la II Guerra, la de Secesión americana, o la Legión extranjera francesa, con los que uno podía pasar horas y horas, recreando Beau Geste, Murieron con las botas puestas, o cualquier peliculón con el que se hubiera disfrutado ese sábado por la tarde...

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  2. Efectivamente, era una forma de utilizar la imaginación con algo sencillo pero eficaz.

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  3. Querido Pepe, de un nuevo internauta, HABIA QUE AHORCARTE.

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  4. Estimado anónimo que te enmascaras en tan sutil nombre para lanzar tan desconcertarte frase. ¿Qué quieres decir? A ti no te ha traido recuerdos lo que se narra aquí? Pues no sabes lo que te pierdes. El que recuerda pervive.

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  5. Gracias Blue Day, siempre aparece algún anónimo muy poco inspirado.

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  6. Mira que me gustan a mí estas historias que nos cuentas de vez en cuando...
    ¿Sabes que ahora luce en mi casa (antes lucía en la de mis padres) esos mismos tomos de "El maravilloso reino animal"? ¿Y sabes que tengo también esas tres mismas canicas (o asombrosamente parecidas en los colores) de la foto del principio de esta entrada? Porque sí, aún conservo mi colección de canicas...
    Preciosa entrada, Cahiers, como todas las autobiográficas de tu infancia.

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    1. Pues ya que me alegra de que alguien aún comente una entrada de hace 3 años y también esos puntos en común que muchos tenemos respeto a la infancia y esos gratos recuerdos.
      Es curioso como las canicas es algo que ha quedado en el olvido. Los niños han rescatados muchas cosas de generaciones anteriores, pero éstas parecen patrimonio exclusivo nuestro.

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    2. Las canicas es uno de los recuerdos que conservo con más cariño, mi hermano y yo pasábamos horas y horas jugando con ellas y aún así han sobrevivido y todo. Uno más de los muchos puntos en común en nuestra infancia, Cahiers, además somos del mismo año, te lo digo yo :-)

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    3. Pues debe ser del glorioso 1965, pero no se lo diga a nadie...

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