PARA LOS QUE SABEN ESPERAR
PARA LOS QUE PIERDEN LA CABEZA
PARA LOS QUE QUISIERAN SER UN PEZ PARA TOCAR SU NARIZ EN SU PECERA
PARA LOS QUE LO TIENEN COMPLICADO
PARA LOS DESESPERADOS
PARA LOS QUE LA MUERTE NO SUPONE UNA BARRERA

Y PARA TERMINAR UNA CARTA DE AMOR:
Cierto día, alguien muy especial para mí, me pidió encarecidamente que le escribiera una carta de amor. Esto es algo complicado para una persona como yo, que hace tiempo pasó la edad idealista de la pubertad. Algunos años atrás hubiera sido capaz de escribirla, eran tiempos en los que, desde el sofá de mi casa, salvaba a las ballenas o arengaba a los obreros a la revolución pacifista en contra del capital, pero ahora me encuentro en la difícil edad de los treinta... y algunos más. Es ese momento de tu vida que, según los sociólogos, el individuo en cuestión se enfrenta a la cruda realidad de la vida: que no es un afamado director de cine o un célebre premio Nobel, sino un tipo que aguanta en algún trabajo una mortecina jornada laboral de 8 horas.
Bien, hecha esta pertinente aclaración, la verdad es que tal petición me ha descolocado ciertamente, sobre todo por la premura en que se reclamaba semejante encargo. ¿Por qué ahora? Bueno no pretenderán ustedes que les desvele el misterio de la mente femenina en unas cuantas líneas, para eso llamen ustedes a Amando de Miguel o a Fernando Savater. Lo que sí me ha hecho reflexionar este asunto es sobre las "cartas de amor" o mejor dicho sobre el amor en concreto. ¿Es coherente el amor?, ¿Es un estado de gracia o un estado de estupidez mental? Como saben todos ustedes soy un gran amante del séptimo arte. Veamos lo que el cine ha dicho sobre el amor. Unos de los primeros grandes amantes del cine fue King Kong. Este simpático animal vivía en la jungla absolutamente feliz. Sus días transcurrían ociosos y, de vez en cuando, retorcía el cuello a algún impertinente dinosaurio que molestaba, con sus bramidos, sus famosas siestas monstruo. Además, los lugareños le ofrecían, de vez en cuando, una tierna virgen que él utilizaba sabiamente, pues ya se sabe que las muchachas jóvenes deben ser devoradas por su extraordinaria ternura (ternura de huesos y tejidos en este caso). Una vida, como ven ustedes, bastante hedonista, muy parecida a los de los espécimenes humanos llamados solteros. Pero como nada es eterno, apareció la típica rubia que dejó al gorila ciertamente aturdido y todo se fue al traste. De nada sirvieron sus experiencias agresivas con los más fieros animales de la jungla, aquí ya la había fastidiado. Se volvió medio estúpido, se dejó atrapar y no se le ocurrió otra cosa que tirarse desde el más alto edificio de Nueva York, igual que lo hubieran hecho por aquella época los ejecutivos de la bolsa. Al primero lo mató la belleza y a los segundos el crack del 29. Y todo por amor. Lo peor de todo es que se mató por una mujer que no le entendía lo más mínimo, y a las primeras de cambio se ponía a gritar y a insultarlo, reiteradas veces, con apelativos tan cariñosos como bestia babosa y demás desagradables groserías que afortunadamente no entendía el simio, ya que no hablaba el idioma humano. Y que me dicen de Bogart en "Casablanca". El hombre vivía como un rey en su garito: mujeres, alcohol, ajedrez, las conversaciones socarronas con Claude Rains y alguna sacudida a Peter Lorre. Pero el amor lo fastidió todo. Apareció Ingrid Bergman y se acabó lo que se daba. Lo primero que hizo ella, nada mas aparecer, con su aspecto angelical, fue bombardearlo con "El tiempo pasará" (esto no haría un efecto romántico en mí, puesto que la música de la primera cita amorosa con mi amada era la de "La noche de Halloween"). Eso le traía nostálgicos recuerdos a Bogart y, cuando comenzó a autocompadecerse, se dedicó a lo que se dedican los hombres cuando están heridos sentimentalmente: beber como cosacos y darle la murga al infeliz amigo de turno, en este caso el pianista machacón de "El tiempo pasará". Al final ya saben, Bogart se queda sin el garito, sin chica y encima de todo se tiene que echar al monte a pegar tiros con el socarrón de Rains. Luego tenemos el caso de Drácula. El tío estuvo en el banco de la paciencia esperando océanos de tiempo a que una tal Nina se pareciera a la que amara en tiempos remotos. Claro que cuando la encontró no estaba ya para muchos trotes, mas bien para el geriátrico, pero, como era el príncipe de las tinieblas, por arte de magia rejuvenecía a su antojo; y ella por el morbo de la sangre y los mordiscos, y por que le iba la marcha, se ofreció de buen grado a los deseos lascivos del vampiro y dejó con un buen palmo de narices al soso y puritano de su prometido. Claro que éste, resentido y con un puñado de sádicos amigotes, le propinó una buena somanta al vampiro, dejándolo hecho unos zorros. Esto le pasaba al ingenuo de Gary Oldman que sufría mucho de amor, en cambio a Christopher Lee el asunto amoroso le traía al fresco, lo suyo era pura lujuria. Para terminar con el tema cinematográfico, hay un asunto que me corroe las entrañas. Queda establecido que, cuando se esta enamorado, ciertas sensaciones se producen en el estomago, como un cosquilleo que te recorre la barriguita cual ejercito de hormigas rojas. Que le pregunten a Jhon Hurt si era amor lo que sentía en el estomago en "Alien, el octavo pasajero".
Ha llegado la hora de terminar esta carta de amor. Algunas personas podrían entender que no es tal carta de amor, sino un manifiesto en contra del mismo. Y no es cierto, lo que ocurre es que a estas alturas de la vida, uno no puede defender ese amor clásico y ciertamente enfermizo del que hablan las novelas románticas. Si tuviera que definir lo que es el amor, diría que es acurrucarse muy juntitos viendo una vieja película un sábado por la noche. Lo que ocurre después de los títulos de crédito del final es otra historia...
(Adaptación de una carta que envié hace diez años a la actual señora de Cahiers)