Mi época de estudiante no se puede decir que fuera de lo más brillante, bueno realmente fue algo desastrosa, pero me iba defendiendo como gato panza arriba. Nunca he sido de los que han quedado con algún compañero para estudiar, entre otras cosas, porque yo sólo me bastaba para distraerme con el vuelo de una mosca. De hecho, en mi etapa de opositor perenne, debajo de los apuntes tenía los cómics que solía dibujar, y que guardaba celosamente, para que no me pillaran mis padres haciendo el gandul con garabatos sin futuro. Bueno, eso fue así, hasta que un día de despiste imperdonable, el Tirador Solitario, me delató sin querer ante la furibunda mirada de mi madre que soltó aquello de "¡Ya estamos perdiendo el tiempo con los dibujicos en vez de estudiar!".
Lo cierto es que un mal día lo tiene cualquiera, y en una ocasión, cuando cursaba 3º de BUP, no se me ocurrió otra cosa que quedar con dos compañeros de clase para estudiar esa tarde en mi casa. Estos individuos no eran otros que, el conocido ya por aquí Charles Boyer, y otro amigo al que apodábamos "La masa". No es que fueran precisamente dos lumbreras, pero eran dos buenos colegas y pensé que así podríamos, por lo menos, copiar chuletas entre los tres. Cuando llamaron al timbre de mi casa me sorprendió que no trajeran ni libros ni ningún otro material al caso. Vinieron con sus jetas y las manos vacías. Esto ya empezó a mosquear a mi progenitor, que me miraba de reojo y desconfió en el acto de aquellos dos sujetos. Debo aclarar que ya había repetido el curso anterior y, como los campos de fútbol folloneros, estaba apercibido de cierre. Los llevé a mi cuarto y cándidamente les pregunté por donde empezábamos. Estos me miraron como si les estuviera hablando en algún dialecto desconocido y me respondieron que les sacara algo de comer. A regañadientes mi madre nos preparó un suculento plato de embutidos variados que mis dos amigos devoraron con un dinamismo ciertamente amenazante. Cuando dejaron el plato limpio, ambos me espetaron que si eso era todo. Con un lenguaje ciertamente soez y unos ojos inyectados en sangre me reclamaron imperiosamente más comida. Cuando acudí otra vez a la cocina, mi madre me echó a escobazos y mi padre me preguntó, algo irritado, qué cuando nos íbamos a decidir a abrir algún libro, aunque fueran las páginas amarillas. Mis amigos, por otra parte, se molestaron notablemente cuando acudí con las manos vacías y mascullaron toda una serie de palabras ininteligibles. Ante la falta de alimento, decidieron revolverme las cintas de música en busca de algo que les complaciera, que no fue otro que el "Rock and Ríos" que escucharon a toda pastilla en mi radio-cassette marca Orión. El insaciable apetito de estos individuos no se debía a una mala nutrición, ambos estaban bien alimentados, y tampoco estábamos en la posguerra, sino en los felices 80, era algo más bien obsesivo compulsivo.
Lo cierto es que un mal día lo tiene cualquiera, y en una ocasión, cuando cursaba 3º de BUP, no se me ocurrió otra cosa que quedar con dos compañeros de clase para estudiar esa tarde en mi casa. Estos individuos no eran otros que, el conocido ya por aquí Charles Boyer, y otro amigo al que apodábamos "La masa". No es que fueran precisamente dos lumbreras, pero eran dos buenos colegas y pensé que así podríamos, por lo menos, copiar chuletas entre los tres. Cuando llamaron al timbre de mi casa me sorprendió que no trajeran ni libros ni ningún otro material al caso. Vinieron con sus jetas y las manos vacías. Esto ya empezó a mosquear a mi progenitor, que me miraba de reojo y desconfió en el acto de aquellos dos sujetos. Debo aclarar que ya había repetido el curso anterior y, como los campos de fútbol folloneros, estaba apercibido de cierre. Los llevé a mi cuarto y cándidamente les pregunté por donde empezábamos. Estos me miraron como si les estuviera hablando en algún dialecto desconocido y me respondieron que les sacara algo de comer. A regañadientes mi madre nos preparó un suculento plato de embutidos variados que mis dos amigos devoraron con un dinamismo ciertamente amenazante. Cuando dejaron el plato limpio, ambos me espetaron que si eso era todo. Con un lenguaje ciertamente soez y unos ojos inyectados en sangre me reclamaron imperiosamente más comida. Cuando acudí otra vez a la cocina, mi madre me echó a escobazos y mi padre me preguntó, algo irritado, qué cuando nos íbamos a decidir a abrir algún libro, aunque fueran las páginas amarillas. Mis amigos, por otra parte, se molestaron notablemente cuando acudí con las manos vacías y mascullaron toda una serie de palabras ininteligibles. Ante la falta de alimento, decidieron revolverme las cintas de música en busca de algo que les complaciera, que no fue otro que el "Rock and Ríos" que escucharon a toda pastilla en mi radio-cassette marca Orión. El insaciable apetito de estos individuos no se debía a una mala nutrición, ambos estaban bien alimentados, y tampoco estábamos en la posguerra, sino en los felices 80, era algo más bien obsesivo compulsivo.
Cuando se marcharon, anunciaron su regreso al día siguiente, con el consiguiente enfado de mi padre que me miraban con rayos láser, idénticos a los que disparaba Mazinger Z para destruir a sus oponentes. Cumplieron su amenaza y se presentaron ante mi puerta. Esta vez observé con regocijo que traían sus mochilas, pero cual fue mi sorpresa cuando las abrieron y, en lugar de libros, comenzaron a sacar ristras de chorizos, salchichones, mortadela y unas cervezas. Con una cara de enorme satisfacción me dijeron: "Nosotros ya hemos cumplido, ahora te toca a ti". Lo que sucedió, cuando le pedí a mi madre más comida para aquellos devoradores despiadados, no debe ser contado en un blog inofensivo como el que aquí nos ocupa. Un día acudí al domicilio de Charles Boyer, con el propósito estúpido de abrir algún libro, y me llevó a empujones al comedor de su casa, en donde en compañía de "La masa", estaban dando buena cuenta de unos gigantescos cola-caos acompañados de un buen plato de tostadas de mantequilla, así que no pude por menos que integrarme en aquella bacanal de bula indiscriminada. Debo reconocer, no obstante, que con el tiempo, y con el mismo tiento que se realiza una reentrada en la atmósfera terrestre, conseguí que alguna tarde que otra llegáramos a estudiar.
Así no les puede extrañar que, la primera vez que el Tirador Solitario entró en mi casa con un libro debajo del brazo y pidió simplemente un vaso de agua, fuera aclamado en loor de multitudes y fuera sacado por la puerta grande.