Anaxágoras pensaba que todo existía desde siempre y esbozó la idea de que un Entendimiento, el Nous, había imprimido a una masa compacta y maciza de partículas, un movimiento en remolino, lo que originó la separación y unión de tales partículas para dar lugar a nuevas formas. Este planteamiento es una versión que antecede en el tiempo a la teoría del “Bing-Bang”, que como vemos no es un concepto ni tan moderno ni tan original. En esa definición del Nous aparece ya una imagen arcaica de Dios, que se fortalecerá con las aportaciones platónicas. En efecto, Platón afirmaba que el orden del Cosmos sólo puede provenir de una Inteligencia ordenadora, del motor primordial del que más tarde hablaría Santo Tomás de Aquino. El hombre expresa su necesidad de co
nfiar en un Dios que puede ejercer como tal y que explique todas nuestras dudas. Nos refugiamos en ese dios-padre que nos garantice la seguridad ante lo desconocido. Nos resistimos a abarcar el desafío de un principio sin Dios porque si lo aceptáramos estaríamos abocados al desamparó más absoluto, pues, ¿cómo podríamos ser una consecuencia de un azar absolutamente arbitrario e impersonal?.Durante mucho tiempo el hombre se creía el centro del universo, el elegido de la omnipresencia, el resultado final de una creación sin igual. Aun llevamos a cuestas el trauma de nuestra insignificancia, puesto que la caída de nuestros más particulares misterios nos ha hecho bajar violentamente del pedestal donde nos habíamos colocado. A pesar de ello, seguimos necesitando el respaldo de nuestro propio existir en la forma de un Dios impulsor de la global existencia del Universo y de nuestras particulares vidas. San Agustín resolvía la inseguridad existencial apelando a la divinidad como realidad inmutable. Nicolás de Cusa afirmaba que Dios lo explica todo y está en todo. A pesar de la apariencia panteísta de esta tesis, Nicolás de Cusa no defendía tal postura, puesto que confiaba en la trascendencia divina. Pero el problema radica en sus propias afirmaciones como consecuencia de su angustia ante la existencia. “Dios lo explica todo” no es más que la salida recurrente de quién busca una respuesta que calme su ansiedad y que funcione como dogma intocable.

El Universo infinito fue identificado con Dios por Giordano Bruno, que más tarde sería sentenciado a muerte por sus ideas. Nicolás d
e Oresme llegó a manifestar que Dios podría haber sido la causa eficiente del funcionamiento del Cosmos en un principio, y que después lo abandonó a su suerte para que, de esta forma, actuara como un mecanismo. Este planteamiento representa algo importante en la historia del pensamiento. Es la constatación de que no se tiene la certeza de la voluntad divina de la creación, aunque tampoco se piense lo contrario. Es decir, es una diplomática mezcla ideológica a medio camino entre el teísmo y el panteísmo. Nos resistimos, una vez más, a aceptar nuestro origen como parte de un mecanismo sin voluntad propia, porque aceptarlo nos convertiría en un eslabón más de la escala evolutiva de la materia. Descartes, por su parte, identifica la idea del infinito con Dios, argumentando que existe una causalidad aplicada a tal concepto y, como tal, es parte integrante de la realidad. David Hume mantenía la idea de que la religión no tiene su principio en la razón, sino que surge de los sentimientos que toman forma en el temor, la ignorancia y el miedo a lo desconocido. En su obra “Historia natural de la religión” afirmaba que las creencias religiosas no son “mas que sueños de hom
bres enfermos”. Sin embargo, Hume deja lugar a la posibilidad de que exista realmente Dios, asegurando que se trata de un misterio inexplicable. El dejar una puerta abierta a otras posibilidades es una garantía que el subconsciente alberga a su disposición para aliviar la carga de inseguridad que produce el desamparo. Pero Hume navega entre dos aguas y, como heredero de la psicología de John Locke, no se puede resistir al planteamiento empírico de sus teorías como consecuencia de la experiencia y sobre todo de la negación de los conocimientos innatos. Al fin y al cabo la fe como tal no es nada más que una intuición, un presentimiento alejado del poder empírico de la experiencia. Es cierto que se puede argumentar que la fe es también consecuencia de hechos. ¿Pero qué hechos?. Experiencias místicas, milagros y acontecimientos religiosos podrían ser considerados como pruebas demostrables y tangibles. Las experiencias de la unión espiritual del alma con Dios experimentada por algunos místicos, entre otros Santa Teresa De Jesús o San Juan de la Cruz, en sus respectivas vías, no dejan de ser situaciones muy subjetivas y evidentemente personales que, en todo caso, no representan más evidencia que cualquier otra casuística relacionada con la sugestión. Tendemos a adjetivar como elevación del alma y comunión con Dios a algunas experiencias que tienen un fin religioso y, sin embargo, tales situaciones carecerían de tan elevados atributos si fueran una manifestación alejada de tal entorno. Los milagros espectaculares son reliquias del pasado. Ya no hay un Dios que abra en dos el Mar Rojo o que haga llover el maná sobre los hambrientos; esto es ahora patrimonio de los estudios cinematográficos y de sus respectivos departamentos de efectos especiales. No existe nadie que multiplique los panes y los peces o que haga resucitar a los muertos. Los milagros contemporáneos son tan poco espectaculares como creíbles. Apariciones místicas que casi siempre tienen como sujeto transmisor a personas con un escaso conocimiento o entendimiento, son el hecho constatable de que Dios sigue eligiendo sus famosos caminos inescrutables y prefiere prescindir de la inteligencia a la hora de manifestarse. El día que algún catedrático o científico reputado sea visitado por alguna aparición tendremos que plantearnos otras consecuencias, pero por el momento me merecen muy poco crédito, no solamente a mi sino incluso a los estamentos eclesiásticos, que son los primeros en manifestar sus dudas ante los eventos milagrosos que se producen en nuestros días.




