jueves, 11 de febrero de 2016

EL ALQUIMISTA

El cuadro "El alquimista" fue realizado en 1771 por el pintor inglés Joseph Wright y, aunque es conocido con ese nombre, lo cierto es que el título completo es algo más extenso y alambicado: "El alquimista en busca de la piedra filosofal, descubre el fósforo y ruega por el éxito y la conclusión de su obra como era costumbre de los antiguos astrólogos alquimistas". No cabe duda de que en los museos tendrían alguna pega a la hora de confeccionar tan extenso etiquetado. He de confesar mi predilección por el pintor británico, y puede que alguno se acuerde de que por aquí pasó también otra obra suya llamada "Experimento con un pájaro en bomba de aire". Me fascina en particular la atmósfera que domina sus cuadros, la luz que simboliza algo más que el simple resplandor y, en el caso que nos ocupa, lo que pretende es irradiar el conocimiento de algo que va más allá de lo puramente empírico. Aunque Wright es un autor que siempre nos quiere mostrar el dominio de la ciencia, contagiado por el ambiente de la revolución industrial, en la obra que nos ocupa también podríamos detectar cierto simbolismo esotérico, menos relacionado con el mundo material y más con el ritual.
Tan singular es esta pintura en el estilo de Wright, que parecería más entroncada con una tonalidad religiosa que científica, algo aparentemente impropio en las tendencias del artista. De hecho, su figura central, el alquimista, está más cerca de un personaje relacionado con la fe espiritual que con otra cosa. Es suficiente para ello el poder relacionarlo con pinturas del Greco, como "San Jerónimo penitente", y darnos cuenta de la composición de esta figura central, postrada de rodillas ante el descubrimiento, bañado por la luz del matraz que emana no sólo un hecho, sino más bien el conocimiento como herramienta iniciática. No obstante, hay múltiples contradicciones que se expresan a través de los detalles. El acontecimiento parece suceder en un entorno que imita al de una iglesia con esos arcos góticos, pero sin embargo los objetos parecen más propios de la ciencia. El matraz, la esfera del mundo, los legajos, el reloj y otros instrumentos de un laboratorio primigenio parecen indicar un acercamiento más a la razón. En realidad lo que se pretende es establecer esa delicada frontera entre ciencia y religión, formalizando un paso inevitable de la superchería al conocimiento empírico. Es curioso que para representar ese proceso el autor sitúe a sus protagonistas en un entorno más antiguo, medieval si se quiere, como queriéndole dotar de un espíritu más romántico y hermético. Tras el ventanal se puede observar una luna llena, un recurso utilizado en otras ocasiones por Joseph Wright, pero que aquí podría tener relación con el significado alquímico del oro blanco y la plata, que junto a otros símbolos hubiera podido representar el inminente descubrimiento de la piedra filosofal. 
Como fondo de la escena principal aparecen dos curiosos personajes, dos aprendices de diferente rango. El que se sitúa de pie es el más veterano y señala al maestro para que el alumno de menor edad no pierda detalle del acontecimiento asombroso al que asiste. Ambas miradas tiene una intención diferenciada, mientras el más joven denota cierta bisoñez, algo de timidez o respeto hacia algo que le supera, el de más rango parece ser algo más cómplice de lo que allí sucede, es una especie de intermediario entre el maestro y el principiante.
Si fascinante es la historia que nos muestra esta pintura, no lo es menos el personaje en la que está basado, que no es otro que uno de los últimos alquimistas de la historia, por lo menos en el sentido tradicional del mismo,  que no es otro que Hennig Brandt, nacido en 1630 en Hamburgo. Parece ser que en su juventud fue aprendiz de vidriero y, tras su paso por el ejército, se hizo oficialmente comerciante, y digamos que, fuera de su ámbito más conocido, alquimista. Obsesionado por descubrir la piedra filosofal, se gastó todos su ahorros en el empeño, lo que le obligó a contraer nupcias con una mujer rica que financiase sus desmedidos sueños. No tardó en quedar viudo y en liquidar toda su fortuna, tras lo cual no tuvo más remedio que buscar a otra rica mujer para contraer nuevamente matrimonio y así continuar con su incesante búsqueda.
Hacia el año 1669 sus investigaciones se centraron en la orina, de la cual se creía en antiguos manuales alquimistas que se podía obtener plata, aunque el objetivo de Brandt era conseguir oro. Empleaba miles de litros de la misma, que se decía obtenía de los campamentos militares, por lo cual se supone que ofrecería su pasado en el ejército como tarjeta de presentación para obtener el dorado líquido. Podemos imaginarnos, no obstante, la perplejidad que su ardua tarea podía provocar en los donantes improvisados de orina. En un complejo proceso alquímico obtuvo un residuo sólido que obviamente no era oro, lo que representó una enorme decepción para Henning Brandt. Sin embargo, al apagar la luz de su laboratorio se quedó asombrado al comprobar que aquella extraña sustancia desprendía un singular destello luminiscente, por lo cual la bautizó como fósforo, del griego "relacionado con la luz". Se decía que era incluso capaz de leer al amparo de aquel débil resplandor. Además, en contacto con el aire, ardía al más mínimo  movimiento. Como el proceso de fabricación era extremadamente complejo y nada rentable, decidió mantenerlo en secreto hasta que le vendió la fórmula al médico alemán Johannes Daniel Krafft. Años después Ambrosio Godfrey Hanckwitz consiguió emplear otro método más barato, lo que provocó su comercialización. Algunos piensan que Brandt fue un loco que dilapidó su fortuna intentando ser rico, lo que conlleva una triste ironía, aunque pienso que en realidad fue alguien empeñado en conseguir lo imposible, el sueño de ir más allá en su búsqueda de la quimera, del poder transmutador mítico de la piedra filosofal.


lunes, 1 de febrero de 2016

MIEDOS TELÚRICOS

Si la memoria no me falla, era una noche lluviosa del mes de marzo de 1979. Se trataba de uno de esos momentos de transición en los que uno se debate perezosamente en levantarse del sillón para zambullirse en la cama. El sosiego era aparente, con esa capacidad relajante del sonido de la lluvia al precipitarse sobre el suelo, el soniquete juguetón del agua sobre los canalones hastiados de los tejados que vomitaban el líquido elemento, formando incipientes riachuelos por las calles. De repente, el sillón parecía tornarse de un material extraño con vida propia, tabaleándose de un lado a otro, el resto de la habitación parecía contagiarse y iniciaba su propio movimiento acompasado y brutal. Parecía como si un gigante invisible agitara la casa como un pelele. Fue mi primer terremoto y mi primera reacción fue de impotencia absoluta, de sentirme sobrepasado por algo incontrolable, de una fuerza titánica que era ingobernable e impredecible.
Aquella noche de marzo fue el inicio de lo que por Granada fue conocido como el verano de los terremotos. Porque a partir de entonces era raro que la tierra no temblase casi todos los días, teniendo su punto culminante en aquel verano del 79, en las que muchas familias durmieron al raso en largas y eternas noches de canícula y tertulias improvisadas. Durante un año normal somos capaces de detectar uno, dos o ningún movimiento sísmico, pero en aquel periodo de cinco meses se calcula que se notaron alrededor de más de medio centenar de diversa intensidad. La angustia y el miedo se convirtieron en compañeros habituales a la caída del Sol en la capital de la Alhambra. Recuerdo que cada noche una psicosis te poseía, esperando con un ojo abierto y otro cerrado a que viniera aquel vaivén infernal que te inoculara el virus del miedo y la impotencia. Y cada noche la tierra cumplía con una cita no pactada y desde luego nada deseada. Porque a final, más tarde o temprano, con alevosía y nocturnidad el terremoto te acunaba en contra de tu voluntad. Había dos clases de seísmos, los silenciosos y a los que les acompañaba un ruido que aumentaba aún más nuestros temores.

Eso provocaba la estampida en muchos hogares, que armados de colchones, hamacas y sillas invadían los cercanos campos a la ciudad para pasar la noche al raso. En mi casa eso nunca pasó. Mi padre pensaba que era mejor morir descansado en su propia cama que vivir a la intemperie cansado y somnoliento. Aparte del peligro más que evidente de un movimiento sísmico, existe una parte atávica que forma parte de ese miedo ancestral a lo que se nos escapa de nuestro control. Aunque tu primer impulso es huir, existe una parte de ti mismo que te deja literalmente paralizado, esperando ansiosamente que aquel movimiento llegue pronto a su fin, en un sentido del tiempo distinto, en los que los segundos parecen tan dilatados que aparentan minutos. Si te sorprende en un duermevela tu subconsciente te puede jugar malas pasadas, y dota de personalidad propia a algo tan fortuito y natural como un terremoto. Un ajuste de las placas tectónicas de la Tierra se disfraza de ente violento y brutal que viene a por ti, a sacudirte tu cama impunemente. La noche tiene esa capacidad innata de distorsionar la realidad. Movimientos similares que se producían también de día se camuflaban entre el ajetreo diario, el tráfico y el ruido habitual de las ciudades. No parecía la luz del Sol un negocio demasiado fructífero para el pánico.
En aquellas largas noches de improvisadas y familiares imaginarias, cuenta que un bar hizo negocio ofreciendo a aquella inusitada clientela la correspondiente tila, un anticipo de lo que después sería el conocido botellódromo, aunque el nombre más preciso hubiera sido por entonces tilódromo. El  miedo es pariente cercano de las plegarias, así que no tardó mucho en surgir quien veía aquella plaga como un castigo del Señor. Con tales argumentos el arzobispo de Granada celebró una eucaristía en la iglesia de la Virgen de las Angustias, patrona de la ciudad, para pedir que Dios nos librara de los terremotos. Por su parte, el sector científico daría alguna que otra explicación oportuna que ahora no recuerdo.
Lo cierto es que, fuera por las rogativas al cielo, porque la naturaleza terminó su ciclo o porque la madre Tierra se cansó de jugar a barajar las placas tectónicas, un día cualquiera igual que vino se fue. Las horas nocturnas volvieron a pertenecer a los juerguistas y a los que tan sólo querían descansar. Todo esto viene porque hace algunos días el seísmo que sacudió  a Melilla también llegó hasta aquí, en un temblor que nos pareció eterno y que, una vez más, nos sorprendió a traición, cuando dormíamos refugiados en brazos de Morfeo.