En una agitada noche de septiembre de 1812 transcurrió una historia insólita tras los muros del mítico monumento nazarí. Entre la leyenda y la realidad se mueven unos hechos que se enmarcan directamente en las aspiraciones idealistas que forjan a los héroes. A la guerra de la independencia le quedaban apenas dos años de confrontación bélica, cuando las tropas francesas dirigidas por el mariscal Soult se disponían a abandonar Granada. Se ordenó, como era costumbre, la voladura con explosivos de lugares estratégicos, y uno de ellos era la Alhambra, por sus privilegiadas torres que dominaban la ciudad. La primera explosión destruye casi al completo la Torre del Cabo de la Carrera, siguiendo el desplome parcial de la Torre del Agua. Justo cuando la mecha de la pólvora estaba a punto de alcanzar los palacios que han hecho de la Alhambra un lugar de una belleza arrebatadora, aparece el cabo de inválidos José García que impide, en última instancia, la destrucción de tan singular maravilla.
A pesar del rechazo frontal que nos pueden causar la actitud de las tropas francesas y el agravio que estuvieron a punto de cometer, hay que ser lo más ecuánime posible. Cuando la invasión Napoleónica llegó al recinto de la Alhambra, se encontraron un monumento en pésimas condiciones, abandonado a su suerte por la desidia más sangrante. José Bonaparte proporcionó una partida económica para la restauración y mantenimiento del recinto nazarí, aspecto que se realizó sin dilación. Por otra parte, el hecho de volar lugares estratégicos era practica habitual en la retirada de tropas. Nunca se supo de forma fehaciente si su intención era destruir todo el conjunto monumental o, como sería de cierta lógica, solamente las torres de significativa importancia militar.
Respecto a nuestro particular héroe, son pocos los datos que se tienen del cabo José García. Combatió en Bailén en 1808, donde fue herido en una mano y gravemente en una pierna, hecho que posibilitó formar parte del cuerpo de inválidos, destino de los soldados que habían quedado con alguna secuela en combate y que se dedicaban a labores más relacionadas con la vigilancia que con otros aspectos que exigieran más capacidad de acción. Con un nombre ciertamente curioso en cuanto a su simpleza, una especie de Juan Nadie, murió en 1834 de cólera y su gesta, aunque probable, parece formar parte de la leyenda, que de ser cierta merecería mayor reconocimiento que la placa que así figura en uno de los muros de la Alhambra.