Era una noche cualquiera de verano, de calor probablemente insoportable y todo parecía indicar que la rutina de proceder al sueño nocturno se repetiría sin más. Pero no fue así. Mientras hacia cargo de conciencia para combatir, una vez más, la pertinaz y profundamente molesta subida de temperaturas, aprovechando los últimos estertores del aire acondicionado del salón, escuché un descomunal grito, un chillido sobrehumano de dimensiones cósmicas. Mi mujer emitía sonidos audibles a varios kilómetros a la redonda, eran de una intensidad que denotaban un terror desbocado, la cantinela incuestionable del miedo absoluto, de la desesperación ante lo inesperado. Mi cerebro comenzó a trabajar de forma apresurada y mis escasas neuronas comenzaron a conjeturar sobre qué estaba pasando. Imaginé que un comando de albano-kosovares había asaltado mi humilde morada, que habían escalado hábilmente hasta una de las ventanas y que querían desplumarnos sin piedad. Podría ser un zombie, muestra inequívoca de mis temores mas ansiados y profundos. En ambos casos era una faena considerable, pues mis armas de defensa se encontraban al otro lado del pasillo y también de los ensordecedores aullidos. No podía hacerme de mi espada samurai, ni tampoco de una reproducción a escala de un colt de la época del far west. Por otra parte, podría ser el espíritu de mi abuela, que en vida vagó por aquellos pasillos y que buscaba, cual entidad traviesa, darnos un susto de muerte. Podría buscar algún conjuro que la devolviera a su dimensión, pero mis dedos torpes y nerviosos no eran capaces de escribir algo con sentido en Google. Tras varios intentos fallidos con palabras incoherentes como jekrjieqeuriqe o ekrjieqnvnvbe, el ordenador terminó por bloquearse, comunicando que se había producido un error fatal y preguntándome si quería iniciarlo desde el última fecha que presentó un funcionamiento correcto. No acordándome de cuando fue exactamente eso, y si realmente alguna vez existió, cerré el portátil y hecho un manojo de nervios me encaminé al profundo y oscuro pasillo, al lugar de donde provenían aquellos alaridos de estruendo sin igual.
Cuando asomé por el cuarto de baño, contemplé a mi mujer arrinconada, muerta de miedo y señalándome al lavabo. Escudriñé con mi mirada atónita y no lograba ver que provocaba aquel pánico desenfrenado. De pronto observé como dos pequeñas antenas se asomaban con un movimiento acompasado. Era una cucaracha y además de las rubias. ¡Maldición, hubiera preferido un albano-kosovar!. En estas, que mi sufrida esposa se va pegando a la pared y va saliendo poco a poco, se pega tanto que parece que está a punto de atravesar el tabique, mientras me susurra "me ha hablado, dice con las antenas algo parecido a psspspsspspsp" y gritando a continuación, "¡mátala por favooooooooooor!".
El problema fundamental es que las cucarachas me dan un asco que me muero, una fobia de consecuencias devastadoras. "¡Pégale con la zapatilla!" me dice mi mujer, y yo le contesto "¡No, que no soporto el crujido, es asqueroso!". Hay que matarla con insecticida, que para eso está, para que haga su trabajo. Acudo al armario destinado a la defensa personal, y descubro contrariado que sólo hay un spray de insecticida para los mosquitos de hogar y plantas. Pienso que va a ser una batalla cruenta, me ato una cinta en la frente y repito para mis adentros: “para sobrevivir a una guerra hay que convertirse en guerra". Entro en el lugar de los hechos y empiezo a disparar un chorro continuo del letal insecticida sobre mi enemiga, tanto que empieza a formarse un pegote de espuma en el difusor. El despreciable insecto comienza a corretear sin ton ni son y servidor comienza a saltar como una niñita asustada, formando un baile surrealista mientras se va formando una nube de vapor tóxico que me empaña las gafas. Debo tomar una decisión o aquella batalla acabará con los dos. Armado de valor le abro la boca, como King Kong a los dinosaurios, y le enchufo una buena cantidad de insecticida. Aturdida, cae a mis pies, la deposito con ayuda del cepillo en el recogedor, arrojándola por la ventana. No se si sobrevivió, quizás aceche en algún callejón sucio y oscuro perpetrando su venganza.
Cuando asomé por el cuarto de baño, contemplé a mi mujer arrinconada, muerta de miedo y señalándome al lavabo. Escudriñé con mi mirada atónita y no lograba ver que provocaba aquel pánico desenfrenado. De pronto observé como dos pequeñas antenas se asomaban con un movimiento acompasado. Era una cucaracha y además de las rubias. ¡Maldición, hubiera preferido un albano-kosovar!. En estas, que mi sufrida esposa se va pegando a la pared y va saliendo poco a poco, se pega tanto que parece que está a punto de atravesar el tabique, mientras me susurra "me ha hablado, dice con las antenas algo parecido a psspspsspspsp" y gritando a continuación, "¡mátala por favooooooooooor!".
El problema fundamental es que las cucarachas me dan un asco que me muero, una fobia de consecuencias devastadoras. "¡Pégale con la zapatilla!" me dice mi mujer, y yo le contesto "¡No, que no soporto el crujido, es asqueroso!". Hay que matarla con insecticida, que para eso está, para que haga su trabajo. Acudo al armario destinado a la defensa personal, y descubro contrariado que sólo hay un spray de insecticida para los mosquitos de hogar y plantas. Pienso que va a ser una batalla cruenta, me ato una cinta en la frente y repito para mis adentros: “para sobrevivir a una guerra hay que convertirse en guerra". Entro en el lugar de los hechos y empiezo a disparar un chorro continuo del letal insecticida sobre mi enemiga, tanto que empieza a formarse un pegote de espuma en el difusor. El despreciable insecto comienza a corretear sin ton ni son y servidor comienza a saltar como una niñita asustada, formando un baile surrealista mientras se va formando una nube de vapor tóxico que me empaña las gafas. Debo tomar una decisión o aquella batalla acabará con los dos. Armado de valor le abro la boca, como King Kong a los dinosaurios, y le enchufo una buena cantidad de insecticida. Aturdida, cae a mis pies, la deposito con ayuda del cepillo en el recogedor, arrojándola por la ventana. No se si sobrevivió, quizás aceche en algún callejón sucio y oscuro perpetrando su venganza.