En 1889 un conocido coleccionista de Munich viajaba por una ciudad austriaca, cuando se detuvo en unas excavaciones que se realizaban en una iglesia del siglo XV. Su intención era observar si era descubierto algún objeto de valor que pudiera interesarle. Su perspicaz olfato de buscador empedernido le obligaba a tener paciencia y aprovechar el momento adecuado. Y éste no tardó en producirse, cuando los trabajadores dieron con un antiguo ataúd y al abrirlo pudieron contemplar a una mujer de largas trenzas rojas que, dada su perfecta dentadura, debió morir joven. Por los restos aún conservados podría haber pertenecido a alguna familia aristocrática y, bajo los ropajes, anclado en la pelvis, se encontró lo que parecía ser un cinturón de castidad, compuesto por cuero, una placa metálica frontal con una abertura en dientes de sierra y otra anal, ambas con sendos orificios que permitieran las oportunas evacuaciones. El coleccionista se quedó con aquel artefacto singular y la mujer fue de nuevo enterrada, mientras se preguntaba quién sería tan despreciable, y poco confiado, como para no fiarse de aquella mujer incluso después de muerta. Quizás aquel celoso energúmeno pensó que en otra vida le podría engañar y, de tal forma, dejó su huella indeleble a través del tiempo.
Ignoro si este hallazgo tiene algún viso de verosimilitud, porque hay mucho mito en la historia sobre los famosos cinturones de castidad. La mayoría que circularon por algún museo fueron tachados de falsificaciones y, desde luego, quien los ponía en práctica estaba más cerca de la depravación que de otro defecto menor. Es improbable que los caballeros que se marchaban a guerrear dejaran a sus mujeres ataviadas con semejante artefacto, que provocaría, debido a un uso prolongado, serios problemas de salud, abrasiones, laceraciones, infecciones y tétanos diversos, que conducirían a la infeliz portadora a una muerte segura. En general, se cree que se utilizaban en periodos muy cortos y que su finalidad era la de disuadir a posibles violadores. De hecho, podría haber sido un eficaz instrumento de enfermeras y religiosas en su labor de cuidar heridos en los campamentos militares, ante agresiones sexuales perpetradas por algún que otro desesperado, saturado de batallas y luchas sanguinarias y falto de otro tipo de contacto carnal.
Desde luego no cabe duda de que, el invento en cuestión, ha sido y será motivo de cierto tipo de humor, como el que figura más arriba y como un chiste muy malo que me servirá como motivo de conclusión:
"Cierto cruzado, tras haber confiado la llave del cinturón de castidad de su esposa a su mejor amigo, se va a batallar contra los infieles. Apenas se ha alejado unos kilómetros de su castillo cuando el amigo aparece desenfrenado, espoleando su cabalgadura y chillando: ¡Me has dado la llave equivocada!".