Si la creencia en Dios ha sufrido un proceso tan profundo como trascendental, es obvio que su consolidación como verdad absoluta se ha arraigado, de forma considerable, en la humanidad. Las raíces de la configuración religiosa se hunden en los motivos psíquicos más ancestrales, desde que el hombre se consideró como materia pensante. Que lo que no fue sino un proceso de asimilación respecto al mundo hostil que rodeaba a nuestros antepasados, se transformó, a lo largo de la historia, en un bastión vital para la espiritualidad a la que aspiraba la arrogancia del hombre. No fue, sin embargo, una circunstancia aislada la que originó la aparición del Dios sobrenatural. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, el origen fue bastante más complejo de lo que una estimación superficial podría desvelarnos. La religión se forjó gracias a un cúmulo de hechos que se sucedieron complementándose entre sí. La necesidad de comprender los fenómenos naturales, la ansiedad ante la soledad cósmica, la idealización de nuestras aspiraciones, la búsqueda de protección ante el desamparo, el deseo de justificar una trascendencia espiritual y otros factores fueron, sin lugar a dudas, los máximos componentes de la eclosión sobrenatural. El hombre no podía imaginar que sus elucubraciones serían los cimientos de una dialéctica religiosa de intocables valores dogmáticos. Es un hecho evidente que la creencia de Dios ha acompañado al ser humano en el curso de la historia, pero ¿es indispensable mantenerla?, ¿puede el hombre prescindir de la religión?. Como en todo evento, en donde su significado explícito se pierde en la memoria de los tiempos, es tarea extremadamente complicada pretender su radical desaparición. Freud escribía lo siguiente en “El porvenir de una ilusión”: “ En lo que disiento de usted es en la conclusión de que el hombre no puede prescindir del consuelo de la ilusión religiosa, sin la cual le sería imposible soportar el peso de la vida y las crueldades de la realidad. Conformes en cuanto al hombre a quien desde niño han instilado ustedes tan dulce –o agridulce- veneno. Pero ¿y el otro? ¿Y el educado en la abstinencia? No habiendo contraído la general neurosis religiosa, es muy posible que no precise tampoco de intoxicación alguna para adormecerla. Desde luego, su situación será más difícil. Tendrá que reconocer su impotencia y su infinita pequeñez y no podrá considerarse ya como el centro de la creación, ni creerse amorosamente guardado por una providencia bondadosa. Se hallará como el niño que ha abandonado el hogar paterno, en el cual se sentía dichoso y seguro. Pero ¿no es también cierto que el infantilismo ha de ser vencido y superado? El hombre no puede permanecer eternamente niño; tiene que salir algún día a la vida, a la dura “vida enemiga”. Esta sería la “educación para la realidad”. ¿Habré de decirle todavía que el único propósito del presente trabajo es señalar la necesidad de tal progreso?”. Se trata pues, de dejar el nirvana en donde nos hemos refugiado con nuestras divagaciones ilusorias y nuestros miedos. No se si el mundo cambiaría para bien o para mal, en caso de que abandonásemos las creencias religiosas. La religión actúa como mera simbología de la eterna lucha entre el bien y el mal. No ha impedido que los acontecimientos históricos fueran tal y como lo han sido. No ha servido de conductor a la moral y al comportamiento ético de la humanidad en cuanto advertencia dogmática. Y no ha sido el bálsamo de la resignación de los que perdieron en su momento su esperanza, no por lo menos de forma coherente y racional. No se trata, en todo caso, de atribuirles a los creyentes el error de la ilusión de la fe y estigmatizarles por ello. Cada hombre, cada idea y pensamiento tienen el lógico albedrío de la libertad de sus propios actos y deseos y, de ningún modo, se debe renunciar a lo que se cree con tal firmeza, pero en ese libre conocimiento debe estar presente cualquier razonamiento por muy contradictorio que nos parezca.
Si la creencia en Dios tuvo origen en los albores de la humanidad, el ateísmo y sus derivados filosóficos, surgen en el seno de una cultura mucho más enriquecida. Se puede afirmar que el ateísmo es consecuencia obvia del deísmo y, fundamentalmente, de la secularización de la cultura. El intervalo histórico de la Edad Media, junto a épocas anteriores, fue, sin duda, el mayor baluarte de la religión. Y será a partir del Renacimiento cuando se inicie el declive del cerco de la intolerancia religiosa. Factores culturales retrasaron posiblemente la aparición del ateísmo, aunque, bien es cierto, que el proceso se consolida a partir de una evolución del pensamiento en circunstancias de más libertad. La idea antropocentrista evita que los factores humanos se sacrifiquen a una trascendencia encaminada hacia el mantenimiento de los preceptos teocentristas. Es una actitud impulsada desde el Renacimiento y, concretamente, desde el seno del humanismo. El ateísmo tiene, por otra parte, una singular y estrecha relación con el Panteísmo. Se comenta, con demasiada frecuencia, que no ha existido ninguna cultura antigua que haya esbozado mínimamente formas de pensamiento ateas. No obstante, el panteísmo ha sido la puerta de entrada de otros conceptos que se alejan considerablemente de la idea tradicional de Dios. Al considerar a la naturaleza y al mundo como manifestaciones de una entidad creadora, se abre una nueva puerta a otras estimaciones menos ortodoxas. Algunas culturas antiguas, por ejemplo las célticas, hunden sus raíces místicas en la creencia de una madre naturaleza más que en el concepto de un dios omnipotente. El destino se formulaba dentro de una finalidad que hoy calificaríamos como meramente biológica. El hecho de que Dios no fuera sino la naturaleza, era un argumento que despersonificaba sensiblemente su imagen tradicional. De igual manera que existen múltiples formas de creer en Dios, y ahí están las numerosas religiones que intentan acceder a su conocimiento, también en el ateísmo se dan variantes formas de lo que podríamos llamar “la no-creencia en Dios”. El Agnosticismo no afirma la idea de Dios, considerando inaccesible al conocimiento humano tal concepto. Se reconoce de una manera evidente las limitaciones del hombre en cuanto se enfrenta a cuestiones tan profundamente trascendentales, configurándose como una forma de pensamiento empírico, es decir, lo que no se puede demostrar escapa al entendimiento humano. El Neopositivismo, iniciado en el Círculo de Viena y con antecedentes en la tradición empírica de Hume, tiene estrecha relación con el Agnosticismo, aunque afirma que el problema de la existencia de Dios no tiene valor alguno, despreciando de tal forma todo lo relacionado con la espiritualidad. Existen otras formas de ateísmo y casi todas tienen en común la supeditación de la realidad a hechos demostrables y prácticos. Se relacionan con la ciencia empírica de forma vitalista y es consecuencia del imperativo racional que propugna la utilidad de las ideas. Los creyentes tienen la idea incoherente de que la existencia del ateísmo es una pesada carga para sus conciencias, y que son, en todo caso, responsables del mismo por no haber sabido erradicar con su comportamiento y enseñanzas tales opiniones. Esta idea es expresada por el teólogo Josef Hromadka en su obra “Evangelio para los ateos”: “El ateísmo occidental tiene un carácter escéptico y negativo. Es expresión de la descomposición avanzada de la fe y de la seguridad espiritual. Es una huella de la decadencia de la ideología cristiana y de la unidad cultural que ella creaba. En parte es también un signo de la impotencia espiritual, que ha alcanzado su punto culminante en el existencialismo moderno –brillante en sus demostraciones intelectuales, poderoso resorte literario, pero interiormente descompuesto-. Y dejo aquí aparte el ateísmo engendrado en la ciencia moderna, que ha dado de lado absolutamente al concepto de Dios... la incredulidad puede ser fruto de nuestra falta de fe disimulada bajo el velo de la religión; el ateísmo del mundo es un reflejo del ateísmo de la Iglesia .” Hay que reconocer que los criterios argumentados por Josef Hromadka son evidentemente razonables y acertados, pero cargar las tintas en la incompetencia de los cristianos como detonante del ateísmo es, en todo caso, un porcentaje indeterminado de tales causas.
Lo que resulta incomprensible para los creyentes es que el ateísmo pueda ser un proceso reflexivo independiente de su falta de fe o de su incapacidad para convencer a los demás, transformándose en un síntoma de su propia decadencia y un deber imperioso de rectificación dogmática. El creyente se muestra solícito a la hora de prestar su ayuda al atormentado ateo, confundiendo su inseguridad existencial con la del que no cree en una fe, en todo caso, más ilusoria que real. A lo largo del tiempo se ha impregnado al ateo de ciertos adjetivos ciertamente ofensivos, tales como inseguro, equivocado, errado e incluso alejados de la moral. Se piensa, que la no creencia en Dios podría producir un caos en la normal convivencia de la humanidad. El concepto intocable de que Dios preserva la moral es el pilar básico de quienes piensan que, sin tal precepto, el mundo acabaría sus días en un final agónico e inmoral. Esto me parece una incoherencia total y absoluta, en el preciso instante que podemos argumentar que la religión ha sido responsable de algunos avances pero también de retrocesos perversos en la ética y el conocimiento. Luces y sombras de una cultura religiosa impulsora del arte y generadora de mártires para unos o de fanáticos para otros, y también causante de crímenes e injusticias. Si no existiera un protector divino de las leyes morales, sería la civilización quien se ocuparía de hacerlas respetar. Es la civilización la que protegió en su seno a las leyes morales, puesto que ambas eran condicionantes mutuas, además de que las normas más elementales de la moral natural deben ser forzosamente cumplidas como forma de mantener una estabilidad ética. En culturas aisladas de la civilización ya existen normas primigenias de comportamiento moral, estén o no sostenidas por creencias espirituales. Partimos de la moral natural para evolucionar hacia un comportamiento más comprometedor y elevado. Resulta sencillamente hipócrita y desfasada la frase de Horkheimer que decía: “La política que no involucra, aunque sea indirectamente, a la teología, será en última instancia un negocio, pese a su habilidad”. Las creencias religiosas no tienen por qué ser condicionantes inmutables de la solidaridad, aunque bien es cierto que las mismas deberían de ser practicadas con todas sus consecuencias. Se ha acatado la religión como una rutina costumbrista que sólo obliga a escasos compromisos, además de que los que se mantienen son, a todas luces, inocuos y que, como consecuencia de ello, no exigen sacrificio alguno. Es por eso por lo que la religión se ha mantenido hasta nuestros días, no como una forma de vida, sino como una simple manera adicional de constatar día a día los elementos que mantienen la puerilidad cotidiana. Acudir al ritual se ha convertido en la mínima, y por otra parte suficiente, expresión de la vida religiosa. La historia del hombre ha sido un proceso de violencia. Hemos sufrido numerosas guerras e injusticias que han bañado a la humanidad de sangre, horror y, sobre todo, vergüenza. Y esa aparente civilización destructora ha sido tradicionalmente creyente. ¿Dónde, pues, estaba ese temor a Dios, que pudiera servir de freno a los desmanes de la humanidad?, ¿en qué lugar de nuestra más profunda hipocresía habíamos arrojado la moral religiosa? y ¿cómo se podía creer en un Dios representante del bien, si nosotros actuábamos del lado contrario?. Naturalmente, todas estas preguntas carecen de sentido si los que promulgan una determinada creencia son los impulsores de tremendas y duras injusticias, basadas en la interpretación dogmática que se hace de su religión.
Si la creencia en Dios tuvo origen en los albores de la humanidad, el ateísmo y sus derivados filosóficos, surgen en el seno de una cultura mucho más enriquecida. Se puede afirmar que el ateísmo es consecuencia obvia del deísmo y, fundamentalmente, de la secularización de la cultura. El intervalo histórico de la Edad Media, junto a épocas anteriores, fue, sin duda, el mayor baluarte de la religión. Y será a partir del Renacimiento cuando se inicie el declive del cerco de la intolerancia religiosa. Factores culturales retrasaron posiblemente la aparición del ateísmo, aunque, bien es cierto, que el proceso se consolida a partir de una evolución del pensamiento en circunstancias de más libertad. La idea antropocentrista evita que los factores humanos se sacrifiquen a una trascendencia encaminada hacia el mantenimiento de los preceptos teocentristas. Es una actitud impulsada desde el Renacimiento y, concretamente, desde el seno del humanismo. El ateísmo tiene, por otra parte, una singular y estrecha relación con el Panteísmo. Se comenta, con demasiada frecuencia, que no ha existido ninguna cultura antigua que haya esbozado mínimamente formas de pensamiento ateas. No obstante, el panteísmo ha sido la puerta de entrada de otros conceptos que se alejan considerablemente de la idea tradicional de Dios. Al considerar a la naturaleza y al mundo como manifestaciones de una entidad creadora, se abre una nueva puerta a otras estimaciones menos ortodoxas. Algunas culturas antiguas, por ejemplo las célticas, hunden sus raíces místicas en la creencia de una madre naturaleza más que en el concepto de un dios omnipotente. El destino se formulaba dentro de una finalidad que hoy calificaríamos como meramente biológica. El hecho de que Dios no fuera sino la naturaleza, era un argumento que despersonificaba sensiblemente su imagen tradicional. De igual manera que existen múltiples formas de creer en Dios, y ahí están las numerosas religiones que intentan acceder a su conocimiento, también en el ateísmo se dan variantes formas de lo que podríamos llamar “la no-creencia en Dios”. El Agnosticismo no afirma la idea de Dios, considerando inaccesible al conocimiento humano tal concepto. Se reconoce de una manera evidente las limitaciones del hombre en cuanto se enfrenta a cuestiones tan profundamente trascendentales, configurándose como una forma de pensamiento empírico, es decir, lo que no se puede demostrar escapa al entendimiento humano. El Neopositivismo, iniciado en el Círculo de Viena y con antecedentes en la tradición empírica de Hume, tiene estrecha relación con el Agnosticismo, aunque afirma que el problema de la existencia de Dios no tiene valor alguno, despreciando de tal forma todo lo relacionado con la espiritualidad. Existen otras formas de ateísmo y casi todas tienen en común la supeditación de la realidad a hechos demostrables y prácticos. Se relacionan con la ciencia empírica de forma vitalista y es consecuencia del imperativo racional que propugna la utilidad de las ideas. Los creyentes tienen la idea incoherente de que la existencia del ateísmo es una pesada carga para sus conciencias, y que son, en todo caso, responsables del mismo por no haber sabido erradicar con su comportamiento y enseñanzas tales opiniones. Esta idea es expresada por el teólogo Josef Hromadka en su obra “Evangelio para los ateos”: “El ateísmo occidental tiene un carácter escéptico y negativo. Es expresión de la descomposición avanzada de la fe y de la seguridad espiritual. Es una huella de la decadencia de la ideología cristiana y de la unidad cultural que ella creaba. En parte es también un signo de la impotencia espiritual, que ha alcanzado su punto culminante en el existencialismo moderno –brillante en sus demostraciones intelectuales, poderoso resorte literario, pero interiormente descompuesto-. Y dejo aquí aparte el ateísmo engendrado en la ciencia moderna, que ha dado de lado absolutamente al concepto de Dios... la incredulidad puede ser fruto de nuestra falta de fe disimulada bajo el velo de la religión; el ateísmo del mundo es un reflejo del ateísmo de la Iglesia .” Hay que reconocer que los criterios argumentados por Josef Hromadka son evidentemente razonables y acertados, pero cargar las tintas en la incompetencia de los cristianos como detonante del ateísmo es, en todo caso, un porcentaje indeterminado de tales causas.
Lo que resulta incomprensible para los creyentes es que el ateísmo pueda ser un proceso reflexivo independiente de su falta de fe o de su incapacidad para convencer a los demás, transformándose en un síntoma de su propia decadencia y un deber imperioso de rectificación dogmática. El creyente se muestra solícito a la hora de prestar su ayuda al atormentado ateo, confundiendo su inseguridad existencial con la del que no cree en una fe, en todo caso, más ilusoria que real. A lo largo del tiempo se ha impregnado al ateo de ciertos adjetivos ciertamente ofensivos, tales como inseguro, equivocado, errado e incluso alejados de la moral. Se piensa, que la no creencia en Dios podría producir un caos en la normal convivencia de la humanidad. El concepto intocable de que Dios preserva la moral es el pilar básico de quienes piensan que, sin tal precepto, el mundo acabaría sus días en un final agónico e inmoral. Esto me parece una incoherencia total y absoluta, en el preciso instante que podemos argumentar que la religión ha sido responsable de algunos avances pero también de retrocesos perversos en la ética y el conocimiento. Luces y sombras de una cultura religiosa impulsora del arte y generadora de mártires para unos o de fanáticos para otros, y también causante de crímenes e injusticias. Si no existiera un protector divino de las leyes morales, sería la civilización quien se ocuparía de hacerlas respetar. Es la civilización la que protegió en su seno a las leyes morales, puesto que ambas eran condicionantes mutuas, además de que las normas más elementales de la moral natural deben ser forzosamente cumplidas como forma de mantener una estabilidad ética. En culturas aisladas de la civilización ya existen normas primigenias de comportamiento moral, estén o no sostenidas por creencias espirituales. Partimos de la moral natural para evolucionar hacia un comportamiento más comprometedor y elevado. Resulta sencillamente hipócrita y desfasada la frase de Horkheimer que decía: “La política que no involucra, aunque sea indirectamente, a la teología, será en última instancia un negocio, pese a su habilidad”. Las creencias religiosas no tienen por qué ser condicionantes inmutables de la solidaridad, aunque bien es cierto que las mismas deberían de ser practicadas con todas sus consecuencias. Se ha acatado la religión como una rutina costumbrista que sólo obliga a escasos compromisos, además de que los que se mantienen son, a todas luces, inocuos y que, como consecuencia de ello, no exigen sacrificio alguno. Es por eso por lo que la religión se ha mantenido hasta nuestros días, no como una forma de vida, sino como una simple manera adicional de constatar día a día los elementos que mantienen la puerilidad cotidiana. Acudir al ritual se ha convertido en la mínima, y por otra parte suficiente, expresión de la vida religiosa. La historia del hombre ha sido un proceso de violencia. Hemos sufrido numerosas guerras e injusticias que han bañado a la humanidad de sangre, horror y, sobre todo, vergüenza. Y esa aparente civilización destructora ha sido tradicionalmente creyente. ¿Dónde, pues, estaba ese temor a Dios, que pudiera servir de freno a los desmanes de la humanidad?, ¿en qué lugar de nuestra más profunda hipocresía habíamos arrojado la moral religiosa? y ¿cómo se podía creer en un Dios representante del bien, si nosotros actuábamos del lado contrario?. Naturalmente, todas estas preguntas carecen de sentido si los que promulgan una determinada creencia son los impulsores de tremendas y duras injusticias, basadas en la interpretación dogmática que se hace de su religión.