Nunca me he fiado mucho de los conversos, quizás sea por mi tendencia a buscarle tres pies al gato o, tal vez, tenga una vena oculta de inquisidor, un síndrome disimulado de Torquemada. Lo cierto es que, a pesar de comprender ciertos evolucionismos, me escaman mucho algunos imitadores de San Pablo, que, en su particular camino de Damasco, se han caído del jamelgo y han contemplado la luz. Una luz que en no pocos casos les ha cegado más que la vista, la propia mente. En tiempos pasados los conversos tenían su acción más que justificada, pues no es un tema baladí sobrevivir a la intolerancia. Ahora no existe esa necesidad imperiosa y algunos cambios extremos resultan de lo más curioso. Puede que ya no se trate de un simple impulso vital, sino más bien de agarrarse a la radicalidad contraria, de llamar la atención para huir del anonimato y ganarse unas perrillas con ideas estúpidas pero muy llamativas. Por ahí anda Jorge Verstrynge, que pasó de ser la mano derecha de Manuel Fraga en la antigua Alianza Popular, a convertirse en asesor del Partido Comunista. Siendo llamativo el caso, no llega a la extravagancia demencial de Pio Moa, que en un viraje inverosímil, con vuelta de campana incluida, se desplazó del GRAPO al franquismo sin aparentes rasguños físicos, aunque, y quizás él mismo no lo sepa, si morales. Para quien no lo sepa, las siglas de semejante organización terrorista significan
Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, el brazo armado de Partido Comunista de España (reconstituido) y fueron responsables de numerosos secuestros y del asesinato de al menos 80 personas, principalmente policías y militares. Su sangrienta trayectoria continúo después de la muerte de Franco y de la amnistía de 1978. Pío Moa abandonó la banda terrorista en 1977 y, siendo un miembro activo de la misma, además participó en el asesinato de un policía al que algunos testigos vieron asestarle unos cuantos martillazos en la cabeza, cuando estaba herido de un disparo en el suelo. Nuestro particular protagonista afirma que eso es falso, aunque no niega la mayor en cuanto a su colaboración. Que tal sujeto, con semejante historial, sea invitado habitual de tertulias políticas no deja de ser una afrenta para el buen gusto.
Hay una célebre frase que dice que la historia la escriben los vencedores. En España no fue diferente y durante casi cuarenta años así sucedió. Después, con la llegada de la democracia, llegó un fuerte viento de revisionismo, que se esperaba como agua de mayo, pero que con el tiempo se convirtió en una moda demasiado frecuente, pero sin duda necesaria. Recientemente se ha producido la revisión de la revisión de los hechos acontecidos desde 1936 a 1939 y también de la dictadura que vino después. Me molestan particularmente los que se empeñan en hablar una y otra vez de lo malos que fueron unos e ignorar, al mismo tiempo, lo perversos que también fueron otros. Una visión sesgada e interesada, monstruosamente parcial que quiere hacernos creer que la muerte distingue entre bandos. Arrojarse muertos, como si fueran misiles de una verdad inmutable, es una estupidez arrogante que no conduce a conocer mejor la historia. Que, la bala que mató al maestro republicano fuera más abominable que la que mató al sacerdote que llevaba sotana, no deja de ser una triste confirmación de la escasa catadura moral de algunos supuestos investigadores. Pío Moa cree que es un descubridor nato de una verdad escondida, como el tipo gordo, que tras perder algunos kilos, se percata de sus propios testículos, los que tenía ya olvidados. De tal forma y manera piensa que, el levantamiento militar del 36, estaba plenamente justificado porque la República era en realidad una revolución comunista encubierta que daría paso a un régimen bolchevique. No es el único que así lo piensa, pero en su justificación está su error, pues optar por un régimen fascista antes que uno del sentido contrario es un camino sin salida. Tal afirmación es también una temeridad, pues hubiera bastado esperar a las próximas votaciones y no los escasos cinco meses que le concedieron a Manuel Azaña. Si se convocan elecciones y son libres no habría nada que temer, y si no lo son o simplemente no tienen lugar, tiempo tendrían los sables para acometer su particular ruido.
Qué la situación social, el clima preguerra, había alcanzado altos grados de toxicidad durante la República es algo que no se puede negar. Un gélido viento de fatalismo recorría el territorio, sin que nadie fuera capaz de aportar las necesarias dosis de cordura para imponer las condiciones indispensables para el sosiego político. Un odio incrustado hasta la médula se liberó en julio del 36, dando rienda a sus más salvajes instintos de revancha, mutilando a una España que resultó mortalmente herida. Algunos expertos en estrategia militar defienden la idea de que Franco pudo acabar la guerra antes de 1939, pero no lo hizo. ¿Por qué? O bien era un mediocre, aspecto muy posible dando su intelecto, o quizás le interesaba que la contienda se alargase lo máximo posible, lo suficiente para alcanzar el status de caudillo que tanto ansiaba. Ambos bandos cometieron imperdonables crímenes, injusticias imperdonables, pero, una vez acabada la guerra, no hubo el menor indicio de conciliación. Esa paz, piedad y perdón de las que habló Azaña en uno de sus últimos discursos en 1938, cuando la derrota avanzaba de forma inexorable:
"Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra,
cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección
y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la
antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que
les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a
enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de
destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de
esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que
ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen
rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota
como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos
sus hijos: paz, piedad, perdón."
Francisco Franco quiso ofrecer un discurso similar en 1939:
"Nuestro Movimiento tiene por finalidad suprema sumar todas las buenas voluntades y todas las energías a España. Nuestros brazos están abiertos para todos los españoles. Ofrecemos, y ofreceremos a todos, las posibilidades de participar en la creación de la España de mañana, a excepción, naturalmente, de los jefes que se han hecho cómplices de haber engañado al pueblo, en contra de nuestra aspiraciones, y los criminales comprobados. Esta nueva España será un país de Justicia, de clemencia y de fraternidad"
Pero esa excepción fue el problema, porque fue la grieta por la que se coló la represión que acabó con la esperanza de un país en paz consigo mismo. Y el principal gestor de aquella hidra vengativa no buscaba regenerar la nación y devolverla al pueblo, sino perdurar ejerciendo su caudillismo enfermizo. Pero, Pío Moa ha descubierto que, como la abeja Maya, vivía en un país multicolor, aunque ha sido un hallazgo tardío. No olvidemos su militancia en el GRAPO, que ahora define como un error de juventud, algo discutible pues se percató de tales circunstancias con casi 30 años.
"Franco venció a una revolución, no a la democracia. Liberó a España de la guerra mundial que hubiera ocasionado sacrificios mucho mayores que la guerra civil. Eso fue un gran mérito, sin duda alguna. Venció al maquis, que no era más que el intento de volver a la guerra civil, organizado por los comunistas. Dejó un país próspero y reconciliado y eso ha sido lo que ha permitido el paso, sin demasiados traumas, de la dictadura a la democracia, porque la democracia vino del franquismo y no de los antifranquistas"
Aquí es cuando nuestro amigo comienza a soltar chistes sin parar. Decir que el franquismo trajo la democracia es como decir que la sífilis trajo la penicilina. Si Francisco Franco, Caudillo por la gracia de Dios, hubiera sido inmortal aún andaríamos cantando el
"Cara al sol", tragándonos el Nodo en los cines y emigrando a Perpignan para ver carne despejada, eso por buscar el lado amable del asunto, que realmente tiene poco. Incluso el terrible Pinochet dejó el poder, pero aquí nuestro Generalísimo se aferró a él con uñas y dientes hasta que la parca le empujó al Valle de los caídos. Lo peor de Pío Moa es que en las tertulias se mueve con seguridad férrea, asiente y niega con la cabeza sonriendo, como el que se sabe en posesión de una verdad que los demás ignoran. Así sucedió hace unos días en la presentación del libro que acaba de publicar Pilar Eyre,
"Franco confidencial", en donde se mostró de tal guisa, con la anuencia de los tertulianos que no se mostraron demasiado inspirados para acallar tanta estulticia. Moa pinta una dictadura idílica, plena de bondad, desarrollo, con las dosis necesarias de libertad, la misma que combatió él a fuego y martillo cuando era un muchachito de 30 años, demasiado joven para comprender la verdad. Los otros, comunistas, socialistas, demócratas en general, eran más malos que la quina. Niega que hubiera opresión y así lo afirma cuando dice que
"El régimen de Franco no acometió la represión de posguerra con el
objeto de liquidar a la izquierda, sino de darle un escarmiento". Otro chiste de tío Pío, y éste además muy emotivo, al identificar al dictador con un padre riguroso y disciplinario que da unos cuantos azotes a sus hijos díscolos. El término "escarmiento" se le otorga a quien él considera que tiene la autoridad moral, un personaje ligado al fascismo. Además, empleando tales conceptos, nos retrotrae a tiempos pasados, donde esa palabra iba generalmente ligada al ajuste de cuentas, una infamia canalla que debe ser desterrada de una vez por todas en pleno siglo XXI. Si es que España era en realidad "Dictatolandia", un mundo de color y música, la reserva espiritual de occidente. El amigo Moa ha dejado tras de sí todo un reguero intelectual de frases dedicadas a los homosexuales, socialistas, a las mujeres y a todo aquel al que cree perdido en el camino de la vida. Nadie se ha dado cuenta de que Pío Moa no es un historiador, ni tan siquiera un investigador, es un humorista, un chistoso irrefrenable, con un sentido de la gracia tan negro como el alquitrán y tan pegajoso como la pez. No obstante, si quieren ver algo con gracia les recomiendo otra cosa muy distinta,
"Martínez el Facha" del genial Kim, ya se sabe zapatero a tus zapatos.