Edgar Mueller y Julian Beever son dos artistas callejeros especialistas en pintar con tizas de colores sobre el suelo, creando un efecto tridimensional realmente mágico. Parece mentira y puede inducir a sospechar que algún tipo de manipulación se esconde en tan sugerentes manifestaciones artísticas. Pero lo que realmente se oculta no es nada más que genialidad y talento a partes iguales.
miércoles, 27 de julio de 2011
jueves, 21 de julio de 2011
SHANE Y WILSON, DOS PISTOLEROS DE LEYENDA
George Stevens quería que el pistolero Jack Wilson, interpretado por Jack Palance, de "Raíces profundas" fuera un individuo contundente. En la primera escena en la que aparecía, debería aparecer raudo y veloz, llevando su caballo al galope, deteniéndose en seco y saltando del mismo con suma energía. Claro que, todo ese planteamiento inicial quedó en el aire de los sueños imposibles, cuando el actor le comunicó al director que lo que en realidad se le daba bien era pilotar bombarderos, pero que lo más cerca que había estado de un caballo había sido contemplando algunas pinturas del oeste. Eso fue un contratiempo para Stevens, cuya idea preconcebida del pistolero rápido y de nervio a flor de piel quedó relegada, sobre todo cuando el actor, en su enfrentamiento con el granjero Torrey, antes de matarlo se colocó parsimoniosamente unos guantes. El motivo era que, había estado tanto tiempo ensayando con el revólver, que le habían salido unas llagas que le impedían esa rapidez solicitada. A pesar de que, en un principio, no parecía del agrado del director, lo cierto es que todas estas circunstancias convirtieron al pistolero Jack Wilson en un personaje sumamente interesante. Actúa despacio, al acecho, como una mantis religiosa, es frío y calculador, sabe cuando y como provocar a su adversario. La primera vez que se encuentra con su oponente, Shane, baja casi a cámara lenta del caballo, se acerca a un barril de agua y bebe muy despacio con sus ojos clavados en su posible enemigo. No se altera en el encuentro previo con Torrey, cuando éste, en un acto de bravuconería, rompe la puerta de la taberna. Wilson sólo comenta, "vaya, un exaltado" y asume que tal condición le servirá después en ese futuro duelo tan desigual como previsible. Duelo, por otra parte, magistralmente dirigido por Stevens, en el que el pistolero permanece en un plano superior, signo evidente de su ventaja, mientras Torrey camina torpemente hundiendo sus pies en el barro. Es carne de cañón y el primer aviso de que la guerra entre agricultores y ganaderos dejará de ser una simple provocación. La frialdad que emana el personaje, me recuerda a otro magnifico western, "Sin perdón", y a la escena en la que Gene Hackman, en su papel de Little Bill Daggett, describe al pistolero Bob, el inglés (Richard Harris), argumentado que era bueno, no porque fuese el mejor, sino porque era capaz de mantenerse tranquilo cuando los demás perdían la cabeza.
Alan Ladd no contaba, en un principio, con las simpatías de Stevens que prefería dar el papel a Montgomery Clift, pero, a causa del escaso interés mostrado por éste, la elección final recaería en el actor de "La llave de cristal". Eran muchas las dudas que acechaban sobre su interpretación. Considerado demasiado bajo para el papel y un actor de reducidos recursos, Alan Ladd, supo componer a la perfección el retrato de un pistolero al que el pasado le persigue como un fantasma. Una suerte de conciencia armada con revólver. Shane es el reverso de la misma moneda que representa Wilson. Ambos son pistoleros de un mundo que está cambiando y que vaticina su final. La historia se enmarca en un escenario real, la guerra de Johnson County en 1892, en la que los ganaderos y los agricultores disputaban sus diferencias a sangre y fuego. En esta película el personaje Rufus Ryker representa el pasado, en la emblemática figura del pionero que arrebató las tierras de pasto a los indios por la fuerza. Los agricultores, en cambio, representan el futuro, están organizados y su condición asamblearia les asegura un futuro difícil pero incuestionable. Indicativo de todo esto es la mítica y larga secuencia del entierro, en donde ese poder de unión se manifiesta en un acto de rebelión contra la fuerza abusiva de quien ostenta el poder. Por otra parte, toda esa secuencia está como suspendida en el tiempo, como en los cuadros de Millet. Wilson representa también ese pasado, en el que la ley era algo menos que una quimera. Shane viene también de ese mundo, pero a diferencia de su rival, busca la redención, la oportunidad de pertenecer a un mundo que le es ajeno, el de la familia y la tierra, en definitiva buscar un lugar en el mundo. Pero, uno es lo que es y nada puede evitar que así sea. Shane, al igual que el Ethan de "Centauros del desierto" está condenado a vagar por el estrecho sendero de la soledad. En ese testimonio final que el pistolero relata al pequeño Joey, se encuentra la esencia de su personaje, lo que al fin y al cabo es la razón de su condición. "No se puede convivir con un asesino" le confiesa, e inicia su marcha, alejándose de un mundo que no le pertenece. Se adentra en el ámbito de las sombras, cabalga en ese plano final como un espectro por un cementerio (aspecto que se pontenciará en la revisión que sobre el mito realizó Eastwood en "El jinete pálido"), atestiguando que, tanto él como el difunto Wilson, pertenecen al pasado. Emulando una frase de "Hasta que llegó su hora", son hombres, una vieja raza que está condenada a desaparecer.
Para terminar, dos vídeos de ese final mítico de "Raíces profundas", clase magistral de puesta en escena, de encuadre, de ritmo y planificación. Uno de ellos doblado y el otro en versión original. No perderse las voces de los actores, sobre todo la de un Alan Ladd sin cuya aportación no se hubiera obtenido un personaje del laconismo y profundidad de Shane. Un pistolero que se redime y se condena al mismo tiempo.
domingo, 17 de julio de 2011
EL REGRESO DEL EREMITA
Después de una interminable semana, he vuelto de mi retiro espiritual a la vida pública. Han sido 7 días de búsqueda del infinito, de la paz interior, de un viaje iniciático a través del espíritu y de ayuno extremo. Me he alimentado de reflexiones y de lo que la tierra me regalaba con su generosidad infinita. Mi comunión con el Cosmos ha sido absoluta y vengo a revelar toda la verdad.
Bueno, todo esto es una cochina mentira. En realidad, he estado en un Aparta hotel en Villaricos, en la provincia de Almería , he comido hasta reventar en un buffet libre y he intentando evolucionar hacia el hombre anfibio, dado el alto número de horas que he pasado en el agua. Ahora vengo dispuesto a descansar de estas vacaciones. Si, ya se que esto parece una provocación, sobre todo, para el personal que anda por ahí trabajando sin piedad, bajo los implacables rayos del sol de este verano infinito. Pero debo decir que, cuando te vas con niños, los días se hacen realmente agotadores. El reloj suena a las 8,3O, media hora para el aseo y bajas echando leches al comedor, antes de que sea invadido por la marabunta, para dar buena cuenta del desayuno. Un desayuno brutal que ni por asomo sería capaz de planteármelo en la vida cotidiana. Mis ingestas mañaneras se componen básicamente de una tostada de paté la Piara, tapa negra, por supuesto, y un café con leche, pero en el Hotel la cosa cambia, adquiriendo aspectos abusivos y dignos de un estudio de campo. Primero te preparas un zumo y lo acompañas con salchichas, bacón, churros, queso y, como diría Groucho, dos huevos duros. Después inicias el segundo desayuno, consistente en un café acompañado por bizcocho de chocolate, una napolitana rellena de crema y una caracola con fruta. Cuando pareces ya un tentetieso, sales del comedor, subes al apartamento, te colocas el bañador y de la mano de tu hija de cinco años abres la piscina a las 10 de la mañana. A esa horas el socorrista es todavía un muñeco hinchable, y te mira de reojo por encima de las gafas de sol negando con la cabeza. Después de un par de horas de "papá mira como me tiro", "papá mira un ahogaillo por aquí y un ahogaillo por allá", "papá vamos a jugar a perseguirnos" , "papá mira lo que hago" y cuando estoy a punto de transformarme en el monstruo de la Laguna negra, llega la hora de las actividades de los animadores. Sobre la 2 de la tarde vuelves al apartamento y te vistes para comer en el buffet. Aunque la comida no sea de una gran calidad, por desgracia no está ese maestro de la cocina que es Miquel Zueras, pero, como hay mucha, parece como si fuera la última ingesta de un condenado a pena capital y te vuelves a dar el segundo atracón del día. Fatigosamente llegas una vez más a tu lugar de confinamiento, dispuesto a dar cuenta de una buena y relajante siesta, pero tu hija se lleva a la cama una pantallita de esas que se les echufan en el coche y te hace ver por enésima vez "Enredados".
A las cinco vuelta a la piscina, cuando no hay ni un alma, parece mismamente el holocausto nuclear. Te tranquilizas cuando vez al mismo socorrista, con el coco cocido y hasta los... de estar contemplando la diversión ajena y te vuelve a mirar por encima de las gafas de sol y sabes que está maldiciendo para sí mismo. Misma película de "papá mira y vuelve a mirar" (intercambiar también con "mamá" que también se lo ha currado, incluso más que yo) hasta las siete en que vuelven los joviales animadores. A las ocho trepas al apartamento que ya parece una madriguera, te aseas y vuelta al comedor a dar cuenta de una cena, ciertamente abusiva. A las 10 animación nocturna y aunque no lo crean he sido capaz de jugar al bingo, eso si, con el mismo entusiasmo que un zombie bailaría "la Macarena". Mi hija Inés, mientras, baila frenéticamente con un disco del mito erótico subliminal que es Teresa Rabal y la maldita canción de "Soy una taza y un cucharón". Cerca de las doce te arrastras hasta tu cubil y te quedas inconsciente viendo la televisión. Al día siguiente vuelta a empezar, eso sí alternando entre visitas a la playa, a la feria del lugar y biberones y cambios de pañal de la pequeña Martina, que, por cierto, ni se ha enterado, pues ha pasado la mayor parte del tiempo dormitando. ¡Esta si que sabe!. No obstante, y a pesar de que también me lo he pasado bien, quién pudiera ser otra vez un niño y disfrutar como un enano...
sábado, 2 de julio de 2011
METAMORFOSIS POLAR
Igual que le sucedió a Gregorio Samsa en "La metamorfosis" de Kafka, creo que me he transformado, no en un escarabajo, sino en un oso polar. Ustedes pensaran que he perdido el juicio, pero aguarden mi oportuna explicación. En mi infancia y juventud, ya prácticamente en la prehistoria, disfrutaba de las vacaciones de verano con devoción infinita. No se si es que entonces no hacía tanto calor como ahora o es que de niños ni sentimos ni padecemos el rigor del mercurio. Creo que sería esto último, pues mi hija de cinco años es capaz de taparse con una manta con 40 ºC a la sombra y no expresa ni la más mínima incomodidad. Lo cierto es que, con el transcurso de los años, me he vuelto más pejiguero y no aguanto el calor ni en su mínima expresión. Decidí instalar el aire acondicionado una noche infernal, en la que el termómetro señalaba a las 11 de la noche unos 36 ºC y tuve que emprender una desesperada huida a la montaña para mitigar los efectos de lo que aseguro era una condena anticipada al infierno. El aire acondicionado, que gran invento, un hito en la historia de la humanidad, algo solo cercano al poder divino sin el cual ahora no podría sobrevivir. En mi casa tengo instalado uno bueno en el salón comedor y otro más baratuno en mi antiguo despacho, ahora usurpado por mi hija que lo ha transformado en su dormitorio. Quedaron expulsados mi muñecos de Spiderman, Batman y la Guerra de las galaxias y fueron sustituidos por Barbies y Pin y Pon. Una verdadera conmoción.
Cuando comienza un día cualquiera de verano, lo primero que hago es encender el aire del salón, que prácticamente permanece en funcionamiento todo el día y parte de la noche. Con la cantidad de agua que produce podría llenar con suma facilidad el lago Sanabria. A la hora de la siesta tiro un colchón en el dormitorio de mi hija y puedo descansar bajo el chorro de aire fresquito, eso si, con el inconveniente de que le sirvo de mesa soporte a mi hija, que utiliza mi cuerpo vetusto para que anden sobre el mismo el deportivo rosa de la Barbie, muñecas y muñecos, sirviendo también como terreno para la ubicación de todo tipo de construcciones. Si a lo largo del día tengo que salir a la calle, inmediatamente me subo al coche y pongo el funcionamiento el climatizador, cuyas salidas de aire dirijo directamente a mi rostro. No tengo ningún problema con alergias o resfriados veraniegos, típica dolencia de tiquismiquis que niegan las bondades de semejante invento. Cuando tenía la mala costumbre de trabajar en un almacén, salía a primera hora de la mañana al mismo y el resto del día me atrincheraba en la oficina, en donde un aparato de esos con ruedas hacía su trabajo, aunque, de forma ruidosa. El peligro, no obstante, son los ascensores, autenticos hornos de tortura. Creo que si alguna vez quedara atrapado en uno de ellos, en pleno verano, sería capaz de transformarme en el increíble Hulk y salir con furia, rompiendo tabiques, columnas y demás materiales. ¿Para cuando ascensores equipados de aire acondicionado?; ¿a qué están esperando, a que ocurra alguna desgracia?. Cuando camino por la calle voy como si fuera un temeroso Frigo pie a punto de derretirse y busco desesperadamente un lugar en donde pueda salvarme in extremis. Empiezo a sospechar que en realidad soy un esquimal que fue secuestrado de pequeño por una tribu dominguera, amante de los chiringuitos y de los baños de sol, porque no hay cosa que me guste más que el frío invierno de lluvia y mesa camilla.
Cuando llega la noche me llevó el colchón al salón y allí duermo con el aire acondicionado hasta que lo apago sobre las cinco o las seis de la mañana, momento en que abro el balcón de la terraza para que entre algo de oxigeno natural. Si fuera un tipo adinerado pasaría todo el verano en Laponia. Desde luego me he convertido en un paranoico obsesivo del calor, por lo que he llegado a la conclusión que un día de algún verano cualquiera me levanté de la cama, me asomé al espejo y descubrí que me había convertido en un oso polar. Son cosas de la vida y hay que aceptarlas como son, de tal manera que entenderán que cuando alguien me pregunta que en qué creo, siempre responda: ¡En el aire acondicionado!. Se pueden imaginar el pánico que sentí un mes de Agosto de hace un par de años, cuando tuve una avería en ese aparato tan admirado y no venía absolutamente nadie a repararlo, que si no podemos hasta dentro de tres meses, que si estamos muy liados, que tal y que cual. Afortunadamente encontré a un técnico que vino esa misma tarde y que me lo arregló por un módico precio. Tengo el teléfono de esa alma caritativa en una caja fuerte custodiado por un grupo de feroces orcos.
Si ya se que ha sido un artículo algo chorra, pero podía haber sido peor, podría haberles colgado unos cuantos vídeos de "Verano Azul".
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