La ciencia ha sido habitualmente considerada como la mayor enemiga de la religión. Es, en el preciso instante, en el que toda la sabiduría humana llega a su límite cuando las creencias religiosas toman el relevo y contestan, o por lo menos toman la forma de aparentes respuestas, a las interrogantes que escapan al entendimiento humano. Bien es cierto que ha existido una pugna entre ciencia y religión, una batalla mutua por imponerse, pero objetivamente no debemos considerar tal lucha como un principio ajeno a nuestra propia voluntad. Cuando el conocimiento humano iniciaba su andadura por el camino de los misterios insondables de lo desconocido, y demostraba que algunas ideas sostenidas por la religión eran falsas, fue entonces cuando se produjo la ruptura entre razón y fe.
En el momento en que se dio carpetazo a la cosmología aristotélica, con las ideas de Copérnico y Galileo, la Iglesia montó en cólera y las declaró claramente heréticas. La razón de tal miedo hundía sus raíces en los albores del pensamiento humano, siendo una reminiscencia más del pensamiento primigenio del hombre que de la propia intolerancia eclesiástica. Al fin y al cabo la religión actúa de conductor de los sentimientos más íntimos de los seres humanos. Cuando el hombre se dotó de una trascendencia notable y se convirtió en la creación más elevada de su particular Dios, también se construyó un entorno a la medida. La Tierra era el centro del Universo, pues no podía ser de otro modo, ya que cobijaba a la criatura más excelsa del poder divino. Cuando Galileo retoma la tesis de Copérnico y afirma que la Tierra gira alrededor del Sol, despoja sin piedad al hombre del centro de la creación. El monje dominico Giordano Bruno fue quemado en la hoguera por declarar que el Universo estaba compuesto por un número infinito de soles y planetas que giran alrededor de ellos, y que incluso podrían existir otros mundos habitados. Esto suponía colmar el vaso de la paciencia, no sólo porque sucedía en el año 1.600, sino por que tal idea era el golpe final a la egolatría humana. Cada vez que el conocimiento despojaba al hombre de su privilegiada posición en su burbuja existencial, se producía la ruptura entre la cruda realidad y las aspiraciones ilusorias del mismo. La religión se utilizaba entonces como un escudo de protección ante tales agresiones, confiriéndole el poder suficiente para mantener a raya tales ideas por considerarlas enemigas de la fe, o lo que es lo mismo de las ilusiones de la humanidad. Habíamos construido, tal y como afirmaba Freud, todo un castillo de naipes a nuestra medida, en donde nos sentíamos los elegidos del Dios-Padre protector que nos garantizaba una continuidad de la vida tras la muerte. Mitigábamos nuestra incertidumbre porque creíamos que nuestras particulares ilusiones no admitían fisuras, pero la curiosidad humana es imparable y el desafió del conocimiento es tentador.
Después vendría Darwin y su teoría de la evolución que nos devolvía nuestra naturaleza animal, sepultada tras siglos de narcisismo trascendental. La ciencia nos iba mostrando las maravillas de la creación, sus más sugerentes dispositivos y su variabilidad casi ilimitada. Había pues que cambiar de estrategia. El mundo que nos contempla, toda su riqueza e intrincados mecanismos no son más que la punta del iceberg del conocimiento absoluto, pero es suficiente prueba de que nos hallamos sumidos en una realidad compleja y, a todas luces, espléndidamente inabarcable. El misterio del Universo y de la vida que nos rodea en nuestro propio entorno, tienen en común el hecho incuestionable de la complejidad. Una complejidad que funciona gracias a un engranaje preciso y lógico. Todo ese entramado que hace funcionar la maquinaria universal nos deja perplejos y a la vez maravillados. La ciencia en sí es el sesgado conocimiento que el hombre dispone de tal maquinaria y, aunque limitado, no deja por ello de ser lo suficientemente estimulante para despertar nuestra admiración más profunda. Es aquí cuando entra en juego la idea de Dios. La religión deja de combatir en los frentes abiertos contra el conocimiento científico, formando parte del entusiasmo de los que abren los nuevos senderos de la sabiduría humana. Detrás de cualquier evento explicado por la ciencia se haya la firma del Todopoderoso. La grandeza del Universo y sus leyes dinámicas que posibilitan un orden imprescindible para su estabilidad, nos producen cierta perplejidad y atribuimos tales equilibrios cósmicos a una voluntad, pues, de lo contrario el caos dominaría al orden. Así Newton decía: “Esta elegantísima coordinación del sol, de las estrellas, de los planetas y de los cometas no puede tener otro origen que el plan y el imperio de un Ente dotado de inteligencia y de poder, que todo lo rige, no como el alma del mundo, sino como el Señor de todas las cosas, eterno, infinito, omnipotente, omnisciente.”
Es evidente que al contemplar las estrellas en un cielo infinito, el hombre necesite saber la autoría de tan meritoria obra, de la misma forma que cuando observamos una pintura excepcional nos interesamos en saber quien a sido el pintor de tan interesante creación. Pero, nuestra necesidad intrínseca de buscar siempre en todas las cosas a un elemento creador con voluntad, nos puede jugar una mala pasada. Después de todo, el Creador es solo responsable del inicio, pues sabemos que el Cosmos ha sido el resultado de un lento evolucionismo desde el primigenio Gran Estallido. Pero, esta consideración también tiene su oportuna contestación por parte de la religión, pues Dios está presente en todo el mecanismo, si no directamente si insuflando su aliento milagroso. Tan grandilocuentes tesis no tienen fundamento alguno, ni por supuesto pruebas evidentes de la existencia de un impulsor con voluntad propia que haya sido capaz de semejante hazaña. Vemos a Dios por medio de sus obras, pero sin la mayor evidencia. Es como si al contemplar la escena de un crimen pudiéramos describir a la perfección las características de su autor sin necesidad de analizar las huellas y demás pruebas disponibles. En el hecho científico no hay absolutamente ningún fundamento de la existencia de una entidad personal de tal magnitud. Para ser un creador tan grandioso resulta excesivamente modesto.
Los eventos cósmicos, las estrellas, las galaxias, los cometas y la existencia de la propia vida es algo que nos desborda y que a duras penas podemos hallar una explicación racional, pero, tal explicación, es lo único que nos puede ofrecer ciertas garantías de verosimilitud. Sin embargo, algo falla en la perfecta coartada religiosa. El poder absoluto de la divinidad es incapaz de crear las cosas tal y como son, es decir, Dios inicia el impulso de la creación y después encarga su posterior desarrollo a unos engranajes evolutivos que nos conducirán a nuevas formas de materia. Esto es profundamente irritante para los que confían ciegamente en la omnipotente iniciativa divina. El problema que planteó la Teoría de la Evolución de Darwin fue el hecho incuestionable de que Dios no había creado a todas las criaturas de la Tierra en un solo impulso creador, sino que, a través de un lenta y progresiva transformación, las especies biológicas habían cambiando desde la noche de los tiempos, de las formas más simples a las más complejas. Linneo que estableció las bases de la clasificación de los seres vivos, introduciendo la nomenclatura binómica, manifestaba, entre admiración y veneración lo siguiente: “El Dios eterno, el Dios inmenso, sapientísimo y omnipotente, ha pasado delante de mí; yo no le he visto el rostro, pero el refulgir de su luz ha llenado de estupor mi alma. He estudiado aquí y allá las huellas de su paso en las criaturas y en todas sus obras, incluso en las más pequeñas. ¡Cuánta sabiduría, cuánta insuperable perfección en ellas!”. Es evidente que la contemplación del mundo produce admiración y, por ello, nos sentimos abrumados y aplicamos tal hecho a la trascendencia divina, pues es tal la complejidad que solo una voluntad podría acometer tal desafío. La respuesta fácil es el bálsamo de nuestras inseguridades. Como decía Teilhard De Chardin “creer es efectuar una síntesis intelectual”. Al fin y al cabo se trata de una cuestión de fe, y es evidente que quien no posee esa fe no puede responder con tales aseveraciones místicas a los grandes eventos del mundo que le rodea.
Es curioso que la creación más personal de Dios, el hombre, no sea sino el resultado de una evolución. Incluso, si tenemos en cuenta que es un eslabón más de una transformación, que nos puede convertir en seres de características diferentes dentro de un tiempo aún difícil de establecer, la imagen y semejanza se nos antoja inverosímil por no decir improbable. Hemos cambiado nuestro asombro por la creación en sí misma por el relativo al mecanismo. Transformamos nuestro criterio según caen los dogmas intocables. Las innumerables odas al Todopoderoso en virtud de su poder, se han encaminado al microcosmos del engranaje que lleva impresa la creación. No admiramos el reloj en su aspecto exterior, sino a los resortes que le hacen funcionar. La pregunta nos asalta de forma imperiosa: ¿Quién mueve los hilos que dan vida al Universo?. Darwin reflexionaba de la siguiente manera: “No puedo de ningún modo contentarme con mirar este maravilloso universo, y de modo especial la naturaleza del hombre, y concluir que todo es el resultado de una fuerza bruta. Yo tiendo a admitir que cada cosa es el resultado de leyes preordenadas... ¿Existe algún hecho, o siquiera la sombra de un hecho, que apoye la creencia de que elementos inorgánicos, sin cualquier ser orgánico, y especialmente bajo el influjo de las fuerzas conocidas por nosotros, puedan producir una criatura viviente? Hasta el presente un resultado tal es para nosotros incomprensible.” Estas palabras sirven de aliento para aquellos que cambiaron su reticencia ante la Teoría de la Evolución por cierta permisividad dogmática. Es decir, admitir la derrota que representaba el hecho incuestionable de que las especies no habían sido creadas tal y como se conocen hoy, y reconocer que el cambio evolutivo es una certeza fiable. Toda esta prueba de humildad a cambio, naturalmente, de encajar a Dios como fuera. No es el creador directo pero si interviene en los mecanismos. Pero, tal razonamiento, no es sino una huida hacia delante que no representa el más mínimo criterio de fiabilidad. Claro que, podría ser mucho peor, por ejemplo, dar una sola oportunidad al creacionismo y sus acólitos, prueba tangible de la pérdida absoluta de una mínima pauta, no ya racional, sino únicamente sensata.